He tomado este título de un poema de Antonio Machado. El principito, al visitar el sexto planeta tras abandonar su asteroide B612, disgustado con su rosa, se encuentra con el geógrafo, que le explica el significado de la palabra efímero: que está condenado a desaparecer. “Mi rosa es efímera, solo tiene tres espinas para defenderse y yo la he dejado sola en mi planeta”, se lamenta entonces.

Para los que profesan alguna religión, la vida es apenas un relámpago entre dos eternidades, aquella de la que venimos y a la que nos dirigimos después de la muerte, de modo que la existencia humana es tan efímera como la rosa del principito.

La imposibilidad de viajar en el tiempo, que nos impide corregir el pasado o anticipar con exactitud el futuro, es lo que nos lleva a construir nuestra vida con la aceptación de la muerte, en la que preferimos no pensar porque mientras tanto estamos tan ocupados en vivir, a pesar de todo, que una vez que aprendemos primero a identificar a los seres más cercanos, a gatear, a caminar torpemente al principio, a hablar después, nos dedicamos a estudiar, nos enamoramos muchas veces, hacemos una carrera, trabajamos para formar una familia…

Pero aprendemos, como dice Mario Benedetti en uno de sus poemas: “…que al fin la vida es esto/ en su mejor momento una nostalgia/ en su peor momento un desamparo/ y siempre, siempre un lío…” de ahí que para todos y cada uno el final de la existencia es algo con lo que contamos inconscientemente, pero en lo que elegimos no pensar, porque total, ocurrirá de todos modos en algún momento, a la vuelta de una esquina, en el lecho de una clínica, durante un sueño del que acaso no despertaremos, en un impensado accidente y, en el peor de los casos, por decisión propia cuando resolvemos que continuar ya no vale la pena y escribimos el final, como hizo Hemingway con su escopeta favorita, con una soga, con un salto al vacío desde cualquier altura.

Porque el pasado, el presente y el futuro son efímeros, acaso el gran secreto sea aceptar la inevitable muerte, como dijo Benjamín Franklin, con el orgullo de “haber escrito cosas dignas de ser leídas o haber hecho cosas dignas de ser escritas”.

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