Que la poesía, y junto con ella los poetas, nunca han sido artículos de primera necesidad, es un hecho que la realidad demuestra con demoledora dureza desde los orígenes del hombre, pero, sin embargo, la poesía, y junto con ella los poetas, siempre han existido como una expresión de rebeldía ante esa misma realidad que pretende relegarlos a la categoría de cosa innecesaria.

De ahí el remanido refrán que, de poeta y de loco todos tenemos un poco y, como para hacer poesía no se necesita más que algo de imaginación y conocimiento de la palabra, lógico es pensar que los poetas abundan, y son muchos más que los que pueden leerse en los libros, y proliferan en estos tiempos globalizados de las redes sociales.

Dicen los entendidos que se necesita también el talento, una especie de gracia con la que se nace y se cultiva con el estudio, la reflexión y la práctica cotidiana, algo que los poetas desarrollan con innumerables horas de lectura que les transmiten nociones de versificación, estructuras de palabras, un vocabulario suficientemente rico como para evitar las repeticiones y más.

Los grandes poetas, Bécquer, Rilke, Neruda, Vallejo, Coleridge, Borges, supieron aunar la inspiración con el talento para crear eso que Platón definía como la poiesis: “La causa que convierte cualquier cosa que consideremos de no-ser a ser”.

El talento es también esa capacidad de despertar la magia que duerme en las palabras para presentarlas con el brillo renovado que enciende la emoción y hace aflorar los sentimientos más recónditos del lector, lo que solamente un poeta de verdad es capaz de conseguir.

Yo particularmente prefiero a los llamados “poetas malditos”, los condenados por las sociedades de su tiempo por causas ajenas a la poesía, como Luis Cernuda, que escribió: “Te quiero (…) te lo he dicho con las plantas, leves criaturas transparentes que se cubren de rubor repentino”, también Oscar Milosz, que escribió: “…la soledad mecía mi corazón como una loca mece a su hijo muerto”, o Jaime Sabines: “Me habló de la heroína, de la mariguana, de la llaguasa… por medio de las drogas llegaba a Dios, se hacía perfecto, desaparecía. Pero yo prefiero mis viejos alucinantes: el amor, la soledad, la muerte”.
Es lo que me gusta definir como poemas que le mueven a uno el piso.

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