Las leyes están hechas y la igualdad está servida en el plato constitucional, tanto hombres como mujeres tienen acceso a los mismos derechos. Ahora bien, es a nosotras a quienes nos toca asumir el papel que nos corresponde, sin discursos ni estridencias, solo partiendo de lo que sabemos son las prerrogativas que tenemos, como seres humanos y como entes productivos, independientemente del sexo, porque las actuaciones hablan más que las palabras.
Ciertamente, aunque estemos programadas para la amabilidad, hay que desarraigar la creencia enquistada en la sociedad de que en un grupo de trabajo se entienda automáticamente que seremos las que tomaremos las notas o brindaremos el café porque se considere que, como mujeres, seremos las secretarias, aunque nuestra preparación académica y coeficiente intelectual sea superior al de muchos de los otros miembros del equipo. Que la planificación de eventos -que en algún momento y por espontaneidad decidamos preparar- suponga para el resto que así será permanentemente y se dé por sentado. Que se vea con normalidad que el género masculino o femenino sea determinante para el pago de un salario, por el supuesto de que el primero es cabeza de familia y la segunda lo usará para sus gustos porque no tiene a nadie a quién sostener (o es una fuente secundaria de ingresos en el hogar).
Que, si los trastes de la cena no se han fregado, la cocina esté sucia o la ropa no se haya lavado, se espere que sean solo las hembras las que se encarguen, cuando son todos los de la casa los que los han producido. Que se nos exija una presentación impecable, ausencia de arrugas y delgadez extrema y para ellos, al contrario, esas condiciones se interpreten como la experiencia de los años o la muestra de sus ocupaciones múltiples (que nunca serían mayores que las nuestras). Que los maestros nos crucifiquen, si faltamos a alguna actividad estudiantil, al punto de sugerir que pudiera crear daños irreparables en el niño y justifiquen la ausencia del padre.
Que haya torrenciales quejas de la “cosificación” de las mujeres y sean las primeras que permitan exhibirse con poca ropa en los anuncios o contoneándose en un video musical; por una supuesta liberación que solo confirma los estigmas, para luego quejarse de que son irrespetadas y juzgadas solo por su apariencia física.
Los cambios se logran con pequeñas batallas diarias que, si bien no consiguen ganar la guerra contra los estereotipos, por lo menos, para pisar fuerte en el terreno conquistado porque los derechos no están para exhibirse, si no para ejercerlos y de eso, no son los hombres los responsables.