A nadie en su sano juicio le gusta pagar impuestos, y si no hay una gran rebelión en contra de hacerlo es porque los costos son (todavía) demasiado altos.

Los que se resisten a pagar son tratados y multados como delincuentes, como si fuesen violadores o vulgares ladrones, cuando en realidad, no lo son. Los que evaden no se están apropiando de lo ajeno, simplemente están defendiendo lo suyo.

Se podría decir que “le roban a la sociedad”, pero el Estado no es lo mismo que la sociedad. Tampoco es la patria. Y como bien señala el catedrático Carlos Rodríguez Braun en su libro Hacienda somos todos, cariño, si el fraude fiscal fuera tan malo para una sociedad, esta no pudiera sobrevivir con millones de estafadores fiscales. De hecho, no solo sobrevive, sino que también prospera.

El que sí defrauda y desencanta, porque sí quita lo que no le pertenece, y a la fuerza, es el Estado. Y si fuera tan bueno lo que diera a cambio, la gente se “dejaría quitar” gustosa, como cuando va a Zara y libremente paga por su ropa moderna o por sus bellos artículos para el hogar. Jamás es así.

El Estado nos dice que lo que nos quita con una mano nos lo devuelve con la otra. Pero llevemos esto a un plano individual: que venga mi mejor amigo, me quite la mitad de lo que tengo, y luego me diga a qué hospital debo ir a tratarme, y en qué escuela poner a mis hijos (mientras los de él estudian fuera)…¿seguiría siendo mi amigo, o lo metería preso? Obviamente, lo segundo.

Pero ante el Estado, estamos indefensos.

El Estado nos viola una necesidad que cada uno de nosotros tiene: la de quedarnos con el fruto de nuestro esfuerzo. La de conservar lo que nos pertenece. Proteger esta necesidad es lo verdaderamente justo y moral. Para eso debería servir el Estado, pero no lo hace.

Entonces, cada vez que podemos, tratamos de escapar de su existencia, no solo dejamos de pagarle, sino evitamos usar los servicios que ofrece, que no terminan de satisfacernos.

A eso nos han llevado.

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