Escuché esta mañana a mi amigo Franklin Vásquez decir: “El país está en el síndrome del techo”. Y es verdad. Desde lo de Jet Set, donde salieron más muertos que vivos, uno entra a cualquier sitio y lo primero que hace es mirar para arriba. Al techo. Como si el peligro colgara de ahí, esperando su momento. Hasta en los parqueos soterrados hay que respirar hondo antes de bajarse del carro. Y no es paranoia. Es instinto. Porque la confianza en las instituciones, esas que deberían revisar planos, columnas, estructuras, se desplomó antes que el techo.
Lo que da miedo no es el concreto. Es quién lo aprueba. Quién lo cobra. Quién lo ignora. Aquí cualquier persona con una plana en la mano se convierte en albañil y cualquier ingeniero ve más los números del contrato que el peso que puede soportar una viga. Las torres suben como si fueran de Lego, solo que nadie verifica si los bloques están bien puestos. No hay supervisión. No hay firma. No hay nadie.
El departamento de planeamiento urbano hace años que está de vacaciones. Obras Públicas regula lo justo, o lo que le dejan. El país es un caos de cemento donde se construye más por codicia que por necesidad. Y claro, después pasa lo que pasa: se cae el techo, se caen las paredes, se cae la cara de vergüenza, si es que queda algo de eso.
Ahora, con los muertos aún calientes y las familias rotas, sería buen momento para exigir que las leyes se cumplan. Que las obras se supervisen. Que el dinero no pese más que la vida. Pero ya sabemos cómo es esto: unos días de escándalo, luego olvido. Hasta la próxima desgracia.
Ojalá esta vez no. Ojalá estas muertes sirvan para algo más que llenar titulares. Porque no se trata de reforzar techos: se trata de dejar de construir sobre la corrupción. De cambiar esa mentalidad metálica que valora más una torre de diez pisos que una vida de veinte años.
Y ojalá, algún día, entremos a un sitio sin mirar arriba. Porque entonces significará que por fin miramos de frente a quienes tenían que cuidar que no se nos viniera el techo encima.