En política, como en los gallineros, hay quienes cacarean fuerte… hasta que el silencio de la derrota les recuerda que cantar no es lo mismo que convencer.

Dijo el excandidato del PLD, con ese aire altivo de quien no acepta la derrota, que el gallinero le falló. Que el corral era un lodazal de rencores, una ópera de plumas prestadas, un sainete de aliados disfrazados de camaradas. Él, por supuesto, era el gallo: firme, erguido, con la cresta en alto y el ego afilado. Pero lo rodeaban gallinas mudas, gallos sin canto, polluelos sin espuelas ni épica. Y entonces, como suelen hacer los heridos de soberbia, culpó al corral. Vieja táctica de los que no madrugan: si el canto no llega al alba, siempre es culpa del eco.

Pero tal vez no fue el gallinero el que falló. Tal vez fue el gallo. Porque hay quienes se creen de pelea y no sirven ni para caldo. Gallos de escaparate, gallos de micrófono, que cacarean en el aire acondicionado de los comités y se esconden ante la primera pluma enemiga. Gallos que no saben meter la pata en el barro de la política real, ni escarbar la tierra donde crecen los votos y se pudren los ideales. Una cosa es pavonearse entre el maíz del partido; otra, muy distinta, es elevar el canto —aunque sea breve— en las calles del pueblo.

La política no es un gallinero de cartón: es un coliseo de plumas afiladas. Y el que se excusa ha perdido más que unas elecciones: ha perdido el respeto del corral, la autoridad del canto. Aquí no se perdona el desafine, ni se aplaude al que se lamenta por granos perdidos. El que culpa al entorno termina solo, desplumado, picoteado por las sombras del mismo gallinero que ayer lo celebraba.

Lo dijo Gracián y lo confirma la historia: el que se justifica, se hunde. El que pierde sin lloriquear, puede volver. Pero quien culpa al corral, jamás vuelve a rozar la altura. Porque en política, cuando un gallo cae, ya hay otro —más joven, más sagaz, más ambicioso— afinando su canto en el rincón más oscuro del corral.

Posted in DE UNA SENTADA

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