Nuestra historia -post 1844- ha sido, en cierta forma, una suerte de noria que ha girado en torno de grandes líderes: unos de pensamiento y acción -Juan Pablo Duarte y Los Trinitarios, Ulises Francisco Espaillat, Gregorio Luperón, Pedro Francisco Bonó-; y otros -Pedro Santana, Buenaventura Báez, Ulises Heureaux- de acción, instinto y entreguismo; y, desde ese paralelismo histórico, podemos auscultar dos corrientes ideológicas: la liberal -independentista-anticolonialista- y la conservadora -de matices despótica, tiránica y entreguista-. Sin embargo, ese largo interregno histórico-político, hasta hoy, se podría definir, recuperando a Bosch, como una “arritmia” política-electoral mezcla de subdesarrollo y dependencia y de avances y retrocesos que ha dejado una herencia política-cultural -caudillismo, clientelismo, populismo y continuismo-, pues, de alguna forma; y si miramos desde 1966 hacia acá, el modelo que ha imperado es el continuismo del “líder” político-electoral, que se tradujo, con su gravitación omnímoda, en visos de “institucionalidad” transversal castradora de una genuina cultura democrática.
Por ello, nuestra historia política está signada por ciclos políticos-electorales -de casi tres décadas- marcados por líderes: Pedro Santana, Ulises Hereaux, Rafael L. Trujillo, Joaquín Balaguer, Juan Bosch -el único que se manejó con ideas-, José Francisco Peña Gómez -populista, pero con visos de socialdemócrata-, Hipólito Mejía, Leonel Fernández -un conceptualizador que pudo llegar a genuino demócrata y facilitador de liderazgos (y me hago la autocrítica, pues, en algún momento, lo asumí como un demócrata)-, y Danilo Medina -probablemente, nuestro mejor armador político contemporáneo y programático por excelencia que, en el ejercicio del poder y en el aspecto de la agenda social fue el más próximo a Bosch-. No obstante, todos (“luces y sombras”, post-1961), lo repetimos, contradictoriamente, sucumbieron al continuismo y, de alguna forma, le impregnaron, a su ciclo político-electoral, a excepción de Bosch y Peña Gómez, el Balaguer subconsciente cultural que campea en nuestra clase política y que, parece, al fin -y de cara al 2024, cerraremos; aunque subyace una amenaza latente que se alimenta de un egoísmo generacional y un pecado capital: “acumulación” rápida de riquezas de nuestra clase política en mancuerna empresarial-oligárquica que hoy domina con más crudeza; además de otros agregados antisociales, de un tiempo hacia acá -más de dos décadas de penetración o maridaje-, de peligrosidad para una gobernanza que repele de actores, en los podres públicos, nocivos (por ese resquicio, en proyección, podríamos caer en una suerte de Estado sui géneris o “delincuencracia”).
En consecuencia, la coyuntura política-electoral 2024, se nos proyecta como una suerte de ruptura definitoria: o rompemos con ese modelo de gobernar y hacer política o, sencillamente, posponemos el reemplazo de cerrar el ciclo histórico-político-electoral que han ejercido y siguen ejerciendo: Trujillo-Hereuaux-Balaguer y sus herederos (la “escuela” balaguerista) y seguimos la noria histórica-política, nada democrática, y ausente de relevo presidencial -aunque con la excepción-inflexión 1978 y 1996 (ocaso, relevo o cierre político-electoral de los grandes líderes: Bosch, Balaguer, Peña Gómez)-.
Desde esa perspectiva, de ruptura, tendríamos dos opciones de cara al 2024: seguir donde estamos -con sus antecedentes históricos- u optar por el relevo en democracia (Por ejemplo: Francisco Domínguez Brito, podría y se proyecta como canal natural de esa ruptura).
Otra opción -un outsider- no se vislumbra, pero está latente y puede irrumpir -ojalá que no-. Sin embargo, lo que sí está claro es que: nuestro sistema de partidos -anquilosado y hegemonizado por figuras o líderes poco democrático, más la narrativa anti-partido- está en crisis o agonizante (a pesar de seguir siendo -aun- referente electoral).