Una de las herencias neoliberales es dejar en manos privadas lo que el Estado tiene la obligación de asumir.
Para sus defensores, la Cultura es algo que ocurre en una zona bastante turbia de la realidad y es vista como un bicho raro que solo “es una carga para la economía”.
Lamentablemente los actores culturales -anestesiados por la zambumbia de la sobrevivencia con la carestía de la vida y pequeñas dádivas, esos mínimos gestos de condescendencia desde los altos estamentos- no atinan a nada.
¿Será que sí, que definitivamente se perdió la batalla?
El imperio de la mediocridad, -léase banalidad, frivolidad, hedonismo grosero y sucio, que se ha coronado por estos días-, es tan decadente que probablemente nunca antes estuvimos envueltos en esta nube de humo donde las malas letras son vistas como algo normal; donde las drogas no solo se consumen, sino que se les canta; donde la cosificación de la mujer no solo se le canta, sino que se admira; que donde las loas a la violencia no solo se cantan y se admiran, sino que se muestran.
¿Cómo llegamos hasta aquí? Pues no fue cosa de dos días ni dos años. Ha sido cuestión de muchos años de retraso educacional y cultural acumulativos; ha sido gracias a la tozudez política de mirar a otra parte. Ha sido gracias a elegir líderes que tienen maestrías en las traquimañas de la política y doctorados en politiquería. Pero que no tienen cultura. Que si al menos se hubieran leído a los clásicos griegos, que hablaban a través de metáforas, podrían tener señales de lo que podría suceder.
Cuando se hablaba de los Objetivos del 2030 para el desarrollo sostenible -esos que ya no se mencionan-, se quería evitar también esto, que es parte de un todo.
Esas madres que justificaban llevar a sus hijos a ver a Bad Bunny, “porque es inevitable y que mejor sea de la mano de ellas”, pueden llevarlos también a los puntos de droga, para que vayan experimentando.
Estamos en la postcultura. Más para allá solo están Hades y el inframundo. ¡Qué viva la mediocridad!