En este mes de mayo se cumple el trigésimo aniversario del Código de Trabajo. Aprobado por el Congreso Nacional el 25 de mayo de 1992, promulgado por el Poder Ejecutivo el 29 y publicado en la Gaceta Oficial el 31 del mismo mes, comenzaría a aplicarse al día siguiente para sustituir de este modo al viejo Código Trujillo de Trabajo que había regido las relaciones de trabajo desde el año 1951. Cuarenta años después de desaparecida la tiranía el país aprobaba una nueva legislación del trabajo. En ese lapso hubo varios intentos de reforma, entre estos, un proyecto de nuevo código introducido al Congreso por el diputado y dirigente sindical Henry Molina, pero todos habían fracasado ante la resistencia del sector empresarial y, muy particularmente, del poder político. Ni siquiera con la llegada al gobierno del PRD, que se suponía un partido de corte liberal pudo lograrse una reforma, aunque con los aires de cambio que se respiraban se lograron algunas ligeras modificaciones.
Hubo que aguardar los finales de los años 90 para que el Poder Ejecutivo comenzara a mover los resortes que finalmente culminarían con el nacimiento en 1992 de un nuevo Código de Trabajo. Desde luego, la correlación de fuerzas no había cambiado, el movimiento sindical seguía siendo débil y el empresariado se mostraba reacio a cualquier cambio que pudiera favorecer los intereses de los asalariados. No obstante, el poder político se mostraba ahora inclinado a propiciar algunas reformas, cambio de postura explicable porque el país había sido condenado por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), precisamente por no adecuar su legislación a las normas internacionales de trabajo, lo que había motivado que la AFL-CIO, la poderosa organización sindical norteamericana solicitara a su gobierno que retirara los privilegios aduaneros que otorgaban a la República Dominicana los programas de libre comercio Iniciativa para Cuenta del Caribe y Sistema General de Preferencias, lo que en buen castellano significaba el cierre de las zonas francas y la pérdida de más de cien mil puestos de trabajo.
El gobierno designó una comisión con el mandato de introducir algunos cambios puntuales en unos cuantos artículos del Código de 1951, pero los comisionados consideraron prudente presentar una reforma integral que sería sometida al debate en el año de 1991. La historia de la concertación finalmente lograda es de todos conocida. El sector empresarial rehusó persistentemente negociar y dialogar, a pesar de los intentos emprendidos por las autoridades laborales, pero como entonces había voluntad política de evitar las eventuales sanciones económicas norteamericanas que podrían conducir a un colapso de la economía nacional en octubre de 1991 el gobierno sometió a la Cámara de Diputados el proyecto del Código de Trabajo en donde se aprobó en primera lectura en el mes de febrero de 1992. La demostración de fuerza era evidente y los empresarios comprendieron que la hora del diálogo resultaba impostergable, y así se inició este con la mediación de monseñor Agripino Núñez Collado, hasta lograr un consenso en sesiones consecutivas celebradas en el mes de mayo.
El Código de Trabajo de 1992 fue mostrado por la OIT como un ejemplo de legislación pactada entre los interlocutores sociales y como un modelo de protección del trabajo asalariado. Treinta años después de su vigencia el sector empleador ha reclamado con insistencia su modificación con los argumentos de que sus disposiciones obstaculizan la creación de nuevos empleos, impiden el aumento de los salarios y dificultan la competencia en un mundo de libre mercado. No cabe la menor duda de que la legislación del trabajo debe ser actualizada, pues de todas las ramas del Derecho la que más vinculación tiene con la realidad es el Derecho del Trabajo, y el mundo presente no es el de 1992.
La globalización y el desarrollo exponencial de la tecnología han conducido a un nuevo modelo de producción y organización de las empresas: estas se fragmentan en pequeñas unidades que giran en torno a la empresa matriz; se utiliza con mayor amplitud el trabajo autónomo, jurídicamente independiente, pero económicamente dependiente; y cada vez más se emplea el teletrabajo como un medio de prestar los servicios contratados.
Todas estas innovaciones necesariamente deben ser reflejadas en una legislación laboral actualizada, pero una vez más, en esa tarea se presenta el eterno dilema de la contradicción entre el capital y el trabajo. Cada conquista social implica una carga económica para la empresa, y es natural que esta trate de evitar mayores niveles de protección; en cambio, flexibilizar las normas conlleva condiciones de trabajo más penosas y peligrosas para los trabajadores, disminución del tiempo dedicado a la vida familiar y un incremento en la subordinación.
Este es precisamente el equilibrio que deben encontrar las autoridades encargadas de conducir el diálogo que en estos momentos se desarrolla en busca de actualizar el Código de Trabajo de 1992.