Homilía
Mons. Jesús Castro Marte
Queridos hermanos sacerdotes,
queridos fieles laicos, consagrados y consagradas,
amados hijos de esta tierra mariana y misionera:
Nos encontramos una vez más en torno al altar del Señor, en este día que es, de manera especial, la fiesta del sacerdocio. Es la Misa Crismal: donde se consagran los óleos santos que llevarán el alivio de Dios a su pueblo, pero también donde los sacerdotes renovamos nuestras promesas ministeriales y, con ellas, reafirmamos nuestra entrega a la causa del Reino.
Esta celebración nos invita a mirar hacia el origen de nuestra vocación. No fuimos llamados por mérito, ni por nuestras habilidades, ni por nuestras estrategias. Fuimos llamados por amor, para servir con esperanza.
Y en este tiempo, donde muchos corazones están nublados por la desesperanza, donde la cultura de la indiferencia anestesia las conciencias y donde el ruido del mundo trata de opacar la voz de Dios, el sacerdote está llamado a ser un hombre radicalmente de esperanza.
Pero no se trata de una esperanza ingenua o frágil. No es esa esperanza que se apoya en lo humano, en las estructuras o en nuestras fuerzas limitadas, o de un falso optimismo. Se trata de una esperanza teologal, nacida en el costado abierto de Cristo, sostenida por la cruz, alimentada en la oración, y enviada al mundo como luz para los que caminan en tinieblas.
El Jueves Santo: Día del amor hecho servicio
El Jueves Santo es el día del amor que se arrodilla, del Dios que lava los pies de los suyos.
- No hay sacerdocio sin este gesto.
- No hay misión sin humildad.
- No hay Eucaristía sin entrega total.
El amor cristiano no se predica: se encarna. Y eso nos toca a nosotros primero. Porque antes de predicar al amor, debemos vivirlo entre nosotros.
- ¿De qué sirve ungir con aceite si no sabemos sanar con compasión?
- ¿De qué sirve celebrar la Misa si no sabemos compartir el pan de la cercanía?
La Iglesia está llamada a ser signo de fraternidad, no de rivalidad.
Hoy, más que nunca, el pueblo de Dios necesita ver un clero unido, sencillo, disponible y esperanzado.
La Eucaristía: fuente de esperanza
El Jueves Santo nos regala también el don supremo de la Eucaristía.
En ella está todo: la vida, la cruz, la resurrección, la presencia real, el alimento, la esperanza.
Queridos sacerdotes: si no volvemos a la Eucaristía como a nuestro primer amor, nuestra misión se vacía. La Misa no puede ser una rutina que soportamos, ni un ritual que automatizamos. ¡Es el lugar donde Dios nos transforma! Es ahí donde el sacerdote se encuentra con Cristo que se parte por su pueblo… y entonces, también nosotros somos partidos y entregados.
Benedicto XVI decía:
“La Eucaristía debe ser el centro de la vida del sacerdote. Solo allí se aprende el verdadero arte del servicio.”
(Carta a los sacerdotes, 2009)
Desde el altar debemos aprender a ser hombres de adoración, de intercesión, de gratitud.La esperanza del pueblo no depende de nuestras ideas ni estrategias. Depende de que Cristo esté verdaderamente presente en nuestras palabras, en nuestra mirada, en nuestras manos.
1. La unción no es un privilegio, es una misión
Cuando fuimos ungidos con el crisma el día de nuestra ordenación, no fuimos “elevados” como si entráramos en una élite espiritual. Fuimos consagrados para el servicio, para bajar, no para subir. Para ensuciarnos las manos en la fragilidad del pueblo, no para proteger nuestras túnicas en la distancia clerical.
El Evangelio que hoy proclamamos nos recuerda la profecía de Isaías, hecha carne en Jesús: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido…” ¿Para qué? Para anunciar, vendar, liberar, consolar. ¡He ahí nuestra misión sacerdotal!
Decía el Papa Francisco:
“El sacerdote no puede olvidar que su unción es para el pueblo. La unción no es para perfumarse a sí mismo, ni para guardarla en un frasco. Es para ungir al pueblo. Y si uno no sale de sí mismo para ungir, se seca.” (Homilía Crismal, 2013).
Queridos hermanos: el gran peligro que enfrentamos hoy no es la persecución externa. Es la mundanidad interna, la tentación de convertir el ministerio en una profesión, la comodidad de un estilo de vida donde el centro no es Cristo, sino el yo. El cansancio espiritual, la falta de oración, la desconexión del pueblo y de la Palabra pueden ir cerrando nuestro corazón… y ahí, la esperanza se enfría.
Pero cuando nos dejamos tocar de nuevo por la unción original, cuando dejamos que el Espíritu reavive la llama, entonces volvemos a ser instrumentos de Dios. No protagonistas. No estrellas. Servidores de la esperanza.
El sacerdocio no es un título que se recibe. Es un fuego que se enciende. Un estilo de vida marcado por la cruz y sostenido por la esperanza. Fuimos ungidos, no para administrar una institución, sino para servir con corazón de pastor.
La liturgia de hoy nos presenta a Jesús, en la sinagoga de Nazaret, proclamando el texto de Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido…”
Y esa unción no fue para sí mismo, sino para el pueblo:
- para anunciar la Buena Noticia a los pobres,
- para vendar los corazones heridos,
- para proclamar la libertad a los cautivos y consolar a los que lloran.
Esa misma unción que hoy consagra el Santo Crisma, nos recuerda anosotros, sacerdotes, quiénes somos y para qué estamos.
- No fuimos ungidos para figurar, sino para desgastarnos.
- No para estar al centro, sino para sostener a los que ya no tienen fuerzas.
- No para ser admirados, sino para ser testigos vivos de la esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5).
Papa Francisco lo dice con claridad desgarradora:
“El sacerdote no es un funcionario de lo sagrado, sino el icono vivo de Cristo Pastor. Su identidad no se mide por el éxito, sino por la fidelidad a la cruz.”(Misa Crismal, 2019)
Y esa fidelidad no es una ideología. Es un modo de vivir: con humildad, con ternura, con valentía evangélica. Con los pies en el suelo del ueblo y el corazón unido a Dios.
2. El sacerdote: centinela y compañero del pueblo
Nuestro pueblo sufre. Lo sabemos bien. Sufre por la violencia, la corrupción, el desempleo, la juevetud sin oportunidades, el deterioro moral, las heridas familiares. Y en medio de eso, ¿quién escucha, quién acompaña, quién ofrece una palabra distinta a la del mercado o los partidos? ¡El sacerdote!
Tú, hermano sacerdote, eres llamado a ser centinela, que vigila cuando todos duermen; y compañero, que camina al ritmo del pueblo. Necesitamos volver a las raíces de nuestra vocación, al encuentro personal con Cristo, ese que nos fascinó y nos llevó a decir: “Aquí estoy, Señor”.
Benedicto XVI, con su lucidez pastoral, nos recordaba:
“El sacerdote es, ante todo, un hombre de Dios. No puede ser simplemente un administrador de lo sagrado o un organizador de lo religioso. Debe ser un testigo del Misterio.”( Homilía en la Misa Crismal, 2012)
¿Somos testigos del Misterio? ¿O nos hemos acostumbrado al rito vacío, a repetir sin asombro, a predicar sin arder? El pueblo no necesita sacerdotes “entretenidos”, sino santos transparentes. Hombres con rodillas gastadas y corazones abiertos. Que no tengan miedo de llorar con los que lloran, ni de arder con el fuego del Espíritu.
3. Al estilo de Jesús, un hombre radicalmente de esperanza
Jesús no fue un sacerdote temeroso. Su vida fue una profecía viviente. Irrumpió con fuerza en una religiosidad que había perdido el amor. Rompió esquemas, restauró dignidades, denunció hipocresías. Pero todo lo hizo desde el amor radical, desde una esperanza invencible.
Hoy el mundo necesita ver sacerdotes que sean radicales como Jesús: no en ideologías, sino en misericordia. No en gritos, sino en gestos. Que hablen menos de sí mismos y más de Cristo. Que tengan el coraje de ir a las periferias existenciales y espirituales, y no se limiten a los cómodos de siempre.
Una Iglesia sin profetas se vuelve muda. Una Iglesia sin esperanza, se vuelve fría. Y el sacerdote es profeta de esperanza. No estamos solos. Cristo está con nosotros. El pueblo reza por nosotros. Y María, nuestra Madre, no deja de interceder.
4. Renovar la entrega, reavivar la llama, ungiendo al pueblo de Dios
Queridos hermanos sacerdotes: esta Eucaristía no puede ser una ceremonia más. Hoy es tiempo de renovar el fuego. De mirar a los ojos al Buen Pastor y decirle: “Sí, Señor, tú sabes que te amo”. A pesar de nuestros cansancios, de nuestros errores, de nuestras caídas, Él sigue confiando en nosotros.
El mundo nos ofrece distracciones. El Evangelio nos ofrece sentido. El mundo nos ofrece comodidad. El Evangelio, misión. El mundo nos ofrece aplausos. El Evangelio, la cruz que salva.
Y al renovar nuestras promesas, recordemos que el aceite no es para adornar vitrinas. Es para sanar heridas, iluminar tinieblas, y perfumar la vida con el amor de Cristo.
5. El aceite que sana: nuestra misión en el corazón del pueblo
Hoy serán bendecidos y consagrados los santos óleos:
- el óleo de los catecúmenos,
- el óleo de los enfermos,
- y el santo Crisma.
Cada uno tiene un destino sagrado: entrar en la carne de la historia humana.
Con el aceite del bautismo, comenzamos la vida en Cristo.
Con el de los enfermos, ofrecemos consuelo en la hora más difícil.
Y con el Crisma, sellamos vocaciones, consagramos templos, y ungimos sacerdotes.
Y detrás de cada aceite hay rostros concretos:
- un niño que recibe la fe,
- una anciana que parte al encuentro del Señor,
- un joven que responde con generosidad a su vocación.
Ese aceite no es símbolo vacío, es la caricia de Dios.
- Y tú, hermano sacerdote, eres quien la entrega.
- Tú eres el canal, no la fuente.
- El instrumento, no el protagonista.
Por eso, tu vida debe oler a esperanza. A fe que sostiene. A Evangelio vivido.
Hoy, al renovar tus promesas, no lo hagas por compromiso. Hazlo como quien vuelve al corazón. Como quien se deja reungir por el Espíritu. Como quien dice: “Señor, a pesar de todo, sigo diciéndote que sí”.
Conclusión: caminemos con María
Nuestra Señora de la Altagracia, madre de este pueblo dominicano, camina con nosotros. Ella conoce los caminos del silencio, del servicio escondido, de la entrega total. Que Ella nos enseñe a vivir nuestro sacerdocio como una ofrenda diaria.
Que se diga de nosotros lo que el Papa Francisco deseó:
“Que cuando un fiel se acerque a un sacerdote, encuentre siempre una sonrisa, una palabra que consuela, una mano que bendice. Y que no se aleje diciendo: no encontré a un servidor, sino a un funcionario” (Encuentro con sacerdotes, 2014).
Dios les bendiga a todos y a todas. Amén.