La leyenda de Sleepy Hollow, esa exquisita y truculenta obra maestra de Washington Irving, es uno de sus relatos más celebrados (y también distorsionados), uno de los sólidos pilares en que se asienta su fama de escritor. Sin duda otro de los textos fundacionales de la literatura usamericana.

Transcurre en un valle soñoliento, como su título indica, en esas tierras que poblaron los mismos holandeses de RIP Van Winkle a orillas del Hudson, a corta distancia de Nueva York. Tierras que Washington Irving conoció en su infancia y que describe con amorosos detalles y singular ternura.

«Este lugar, desde tiempos remotos, desde que se asentaron aquí los primeros colonos holandeses, se conoce como Sleepy Hollow, sin duda por las características tan peculiares de los descendientes de los colonos holandeses, gente apacible, serena, acaso indolente… También desde antiguo se llama a los mozos del lugar, en los pueblos vecinos, los muchachos del valle soñoliento. Realmente, es como si esta tierra estuviera envuelta en una atmósfera de ensoñación y calma densa. (…) Y ciertamente parece este lugar, aún hoy, envuelto en un poderoso hechizo que llena de extrañas fantasmagorías las cabezas de esas buenas gentes que lo habitan, haciéndoles caminar de continuo en una especie de duermevela».

Lo que describe Washington Irving es, pues, un ambiente bucólico y romántico, el lugar propicio para que prosperaran leyendas, supersticiones y supercherías, todo tipo de cuentos de diablos y aparecidos. La más popular esas leyendas, la que ponía a todos los pelos de punta, era la de de un jinete sin cabeza, «un fantasma decapitado que se (aparecía) a lomos de un caballo…», quizás «el espectro de un soldado que sirvió en la caballería».

El jinete sin cabeza no es, sin embargo, el atractivo principal del relato, sino el maestro del lugar. Un tipo de anatomía quijotesca que respondía al nombre de Ichabod Crane. Washington Irving lo describe, o mejor dicho lo construye, con el mismo lujo de detalles con el que recrea el ambiente aldeano, sin dejar nada a la imaginación. Un personaje inolvidable.

«Era alto, extremadamente flaco, de largos brazos, de piernas no menos desmesuradas, con los hombros muy estrechos, con las manos que parecían írsele casi una milla de las mangas, con los pies que podían haberse utilizado como si fueran palas, con toda su estampa, en fin, como desmadejada, como si su cuerpo se mantuviese unido, extrañamente, en todas sus partes. De su cabeza pequeña y aplanada salían dos orejas gigantescas y parecían habérsele incrustado bajo la frente chata aquellos dos ojos verdes, como de vidrio; su nariz, de tan larga, parecía buscar de continuo algo en el suelo; digamos que su cabeza, de perfil, parecía una veleta con silueta de gallo, que hubiera sido puesta en la fina varilla de hierro de su cuello para indicar la dirección de los vientos. Quien lo viera en un día de viento, a zancadas por la ladera de una colina, con sus ropas que parecían bailarle en el cuerpo, bien podría pensar en una llegada a la tierra del espíritu del hambre… O que un espantapájaros se largaba de su campo de trigo…». (A mi querida amiga, la profesora Luisa Navarro, le habría encantado conocerlo).

La escuela se reducía a una casa de troncos con cristales rotos y una sola estancia y estaba situada en las afueras en un lugar boscoso, cerca de un rumoroso riachuelo. Ese era el reino de Ichabod. Allí oficiaba. Enseñaba y mantenía la disciplina de manera espartana.

«A decir verdad, era un maestro concienzudo; siempre tenía en mente esa máxima de oro que dice así: «La letra con sangre entra». Desde luego, no mimaba mucho a sus alumnos el viejo Ichabod Crane…

«No quisiera que se le tuviese, sin embargo, por uno de esos maestros crueles y prepotentes que disfrutan haciendo sufrir y denigrando a sus discípulos; por el contrario, administraba justicia con claro discernimiento entre el bien y el mal, más que con severidad; exoneraba de peso las espaldas del más débil para hacerlo recaer en el más fuerte; castigaba con indulgencia al que se estremecía con los golpes de su vara, pero brillaba clamorosamente la llama de la justicia cuando sacudía sin contemplaciones a un muchacho holandés cabezota y terco, a un pilluelo que, aun soportando el castigo, se le volviera contumaz y altivo, gruñón y despectivo ante cada golpe de su vara. Era lo que él decía “cumplimiento de mi deber” encargado por los padres de sus alumnos; cabe señalar, además, que nunca infligió castigo alguno a cualquiera de los muchachos sin antes asegurarle, para dar el necesario consuelo al insolente, que lo hacía por su bien, añadiendo: “Me estarás por ello agradecido de por vida”».

Los alumnos de Ichabod al parecer no sólo le agradecían los castigos sino que también lo querían y lo aceptaban gozosos como compañero de juegos. Ichabod además los protegía, acompañaba a los pequeños a sus casas y de paso disfrutaba de los frecuentes bocadillos que le brindaban, se hacía querer por grandes y chicos. Pero lo que ganaba era una miseria. No había forma de que pudiera mantenerse con lo que le pagaban como maestro y tampoco tenía donde vivir. Sobrevivía gracias a «la costumbre de entonces para con los maestros”:

«Lo que cobraba en la escuela era poco, apenas le llegaba para comprarse el pan de cada día, y ha de hacerse notar que era hombre muy comilón y con unas tragaderas capaces de dilatarse como una anaconda, por lo que, a fin de vivir cual es debido, y siguiendo la costumbre de entonces para con los maestros, se alojaba y comía en las granjas de los padres de sus alumnos. Vivía una semana en cada granja; iba de granja en granja, pues, con sus escasas pertenencias mundanas metidas en un pañuelo de algodón».

Al estilo de Rip van Winkle, Ichabod crane se hacía útil ayudando a los demás. Su presencia semanal en las granjas de turno no resultaba una carga para ninguna familia, por más pobre que fuese. A cambio de la comida y techo que recibía «procuraba hacerse grato y útil»:

«Así, y como no era cosa de exagerar, ayudaba a los labriegos en sus tareas más sencillas, apilaba el heno, reparaba una valla, iba a la pradera a buscar el ganado que pastaba, cortaba leña cuando comenzaba a dejarse sentir el frío del invierno…».

Pero además Ichabod era el maestro de canto del pueblo, el que enseñaba «a entonar debidamente los salmos a los jóvenes vecinos», el que se lucía los domingos en la iglesia dirigiendo un coro de cantores.
Ichabod era, pues, uno de los hombres importantes y queridos del pueblo, a pesar de su condición humilde, y no había actividad social en la que no estuviera presente. Por si fuera poco, Ichabod era el hombre mejor informado del lugar, el que todos esperaban para enterarse de las últimas “noticias”.

«De aquella su vida en cierto modo errabunda, le venía además otra condición, la de ser una especie de gacetilla rodante, pues llevaba de casa en casa noticias, rumores y chismorreos en general de toda la comarca; eso, por supuesto, hacía que su presencia fuera acogida con especial interés, sobre todo por parte de las mujeres de las casas, quienes además gozaban especialmente de su erudición por cuanto tenía hechas una cuantas y al parecer buenas lecturas, tales como la de la obra de Cotton Mather Historia de la brujería en Nueva Inglaterra, un asunto, el de la brujería, en el que, dicho sea de paso, creía firme y fervorosamente el maestro».

Escuchar y contar historias de muertos y demonios y aparecidos era para Ichabod y toda la comunidad una fuente de indescriptible interés, gozo y sufrimiento a la vez. Todos parecían disfrutar y sufrir de esa extraña forma de placer masoquista, la exacerbación de los sentidos que proporcionan los cuentos de terror.

Ichabod disfrutaba ciertamente «la compañía de aquellas mujeres holandesas en las noches de invierno, ante el hogar de cualquier casa, las cuales relataban historias de demonios y aparecidos mientras cosían y se asaban las manzanas al fuego»

Así transcurría y hubiera seguido transcurriendo la Plácida vida de Ichabod «de no haberse cruzado en su camino la criatura que más turbaciones causa en la existencia del hombre, mayores aún que cualesquiera espectros, demonios y brujos juntos: una mujer».

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