Una exposición de fotos tomadas por Francisco Rodríguez invita a viajar al pasado

El título de ese artículo corresponde al mismo que lleva una exposición fotográfica realizada en el marco de las fiestas patronales del Tamboril de San Rafael Arcángel, esfuerzo del Centro Cultural & Museo Horacio Vásquez con el patrocinio de la Alcaldía.

La muestra cuenta de más de 350 tomas, cuyo autor, en su mayoría, es Francisco Rodríguez, que se fue de Moca “porque ya había muchos que hacían lo mismo”, incluidos los de cajón, especializados en 2×2 para cédula y pasaporte. Recogió sus motetes y cogió el tren que lo dejó a tres casas de la Estación Tamboril y que sería su estudio con el que se ganó la vida y la de su familia, incluyendo a Teo, perdón, a Antony, y Juan Camarita.

Sin darse cuenta reseñaba gráficamente la memoria del pueblo que él eligió. Solo el negocio de Ramoncito Amaro lo separaba, un bar que no cerraba sus puertas en un “vaivén con las olas del mar” desde una vellonera de cinco cheles.

Francisco tenía cara de obispo-español-arrepentido-después-que-una-joven-viuda-le-confesara-sus-pecados, amable, parsimonioso y con una sangre fría para dispararle a cualquiera, a boquejarro, con su Reflex de doble cañón. Don francisco no tenía tapujos a la hora de sugerirle a cualquier sarataco de Seboruco que se pusiera el saco que era talla única y que le servía a cualquiera, aunque le quedara grande o chiquito, y que vigilaba el estudio, hasta los días “de fiesta de guardar”.

Ese espacio era modesto, con cortina y todo, por donde desfiló la población completa, que presentó allí su antropología que caracteriza a los tamborileños con “un no sé qué” que los destaca, y un “trasendimiento” que va más allá de la picardía.

La impresión que se llevaban, cuando Teo les prestaba el peine, o les agarraba la cabeza entre la quijá y el occipital para darles el encuadre de una tres-cuarto, que “de perfil se ve muy narizú” y de frente “asusta”, cuando en verdad quienes se asustaban eran ellos como si fueran, en fila india, a vacunarse con el Dr. Frankenstein o con Ana, la mujer de Bolívar en el cruce que lleva su nombre.

El resultado fue que casi todo el mundo quedó inmortalizado en los archivos de Francisco, ordenado alfabéticamente, con fecha y todo, y que terminó en un caos al final, cuando los sístoles se detuvieron. Sí, por supuesto, también los diástoles. Suerte que existe el rescato divino.

Pero no solo quedaron aquellos rostros de gente común, trabajadora, luchadora, también quedaron inmóviles en el tiempo los chulos, maipiolos, vendedores, tineyer, tabaqueros, pulperos, prostitutas, policías, carniceros, panaderos, niños en primera comunión, guayaeros, limpiabotas, dulceros, choferes, “forasteros” de Don Pedro, la Cacata, Arroyo del Toro, Pedro García, Amaceyes, Canca, el Parque con su laurel y su busto del Jefe, los desfiles escolares del Día de la Raza con uniformes de guardia y presididos por el inmancable “Batón Ballet” y su monótona tonada de “se murió papá”.

También aquella Iglesia que no se ha movido, por más temblores de tierra que hayan sacudido al pueblo, sigue como símbolo perenne y recuerdo de las primeras celebraciones religiosas, con sus padres inolvidables que hablaban en latín y que la Fe traducía al cibaeño, para el perfecto rebaño del Señor: monseñor Polanco Brito, el padre Flores, el padre Eustaquio, el padre Disla con sus monaguillos y sacristanes.

Nos dejó Francisco el recuerdo imperecedero del poeta y director de la Sergio A. Hernández, don Juan Collado, doña Fredé, Fausto Germosén, doña Clota, Mariluz, doña Rosario, Dulce Capellán y tantos educadores que fueron las simientes de aquella “Pajisa Aldea”.

Quedaron las huellas de su cámara: Francisquito La Perra de Los Rieles, alma alegre de las patronales de antaño; Vickiana, Juan Polanco con su esposa Lola y su hijo Víctor, los deportistas Potolo, Martha, el Tule, Alejandro Taveras, Democles amigo del pobre y del rico (menos de Lantigua que le quiere dar un tumbe frente a frente a su casa) con cara y pescuezo nada que ver con un camello y orgullo del basket, tan bueno o mejor que Michael Jordan; el profesor Marcano, Minga Colón de Pontezuela, Aura la del Correo, Bolívar Capellán, Carlos José Rosario aparece besándole la mano al papa para convertirse en el único fritío que ha visitado Roma (foto que no es de Francisco R.); Nunilo el mecánico, Momo Abreu, Tony Gómez, Publio Polanco y su dama la China, el Club Primavera, nostalgia y émulo del Centro de Recreo de Santiago; la farmacia La Fe de Víctor y Ninón Hernández, la bomba Texaco frente al Parque, la tienda de Bololo con su surtido que iba desde un jalao, un guayo, un aparejo de burro, un molenillo, unas guaimamas, unos blúmen de fuerte azul… hasta un musú “pa’ quitaise la cota”. Narciso Rodríguez no aparece porque le tenía miedo a la cámara, ni Tony Capellán ni Frank Marino Hernández porque juraron por la bandera de la Capital y se olvidaron de sus raíces. Total…

Misas, bodas, cumpleaños, lluvias torrenciales, “ríos hondos”, accidentes como cuando el camión del Ayuntamiento se volcó y quedó patas arriba y Cuso salió ileso; carnavales, días patrióticos, torneos deportivos de los volibolistas que arrasaban, procesiones que pedían a San Caralampio y a la Virgen de los Encaramaos que detengan la sequía… todos los captó Francisco en un abrir y cerrar del obturador de su cámara que era como su tercer ojo y que iba con él “parribabajo” como su sombra.

La colección de fotografías expuestas, ahora en el Museo de Horacio y en la Biblioteca Tomás Hernández Franco, sigue todo el mes de noviembre.

El legado de Francisco Rodríguez es inmenso y, gracias a él, especialista en congelar el tiempo, podemos hacer un viaje al pasado y conocer a aquellos que forjaron el orgullo de toda una colectividad.

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