El maestro Ichabod era, como suele decirse, pobre como una rata, no tenía en qué caerse muerto y era tan atractivo como un pararrayos. Es decir, carecía de encantos físicos y pecuniarios, pero era un gran conversador y un gran bailarín y un discreto cantante, y no carecía de pretensiones, no carecía de ambiciones. Había puesto sus ojos en la muchacha más bonita y más rica del pueblo.

«Entre los alumnos de canto que se reunían en torno al maestro una vez a la semana para entonar salmos estaba Katrina Van Tassel, la hija única de un granjero holandés muy rico».

Ichabod no era el único pretendiente por supuesto. La bella y rica muchacha tenía admiradores a montones:

«El peor y más peligroso de todos era un muchacho vocinglero y engallado que se llamaba Abraham, o Brom Van Brunt, por decirlo a la holandesa; un tipo achulado, de mirada pícara, que era en la región todo un héroe merced a su fuerza y a sus baladronadas a menudo temerarias».

Ichabod lo evitaba, sabía que no era un contendiente con el que podía enfrentarse, pero persistía discretamente en su empeño, y como maestro de canto no le faltaban oportunidades de encontrarse con su pretendida.

La oportunidad de su vida le llegó la tarde en que recibió una invitación, «un recado según el cual aquella misma noche el matrimonio Van Tassel y su hija ofrecían una recepción a la que estaba invitado muy especialmente».

Ichabod se vistió con sus mejores galas. De hecho,«tardó más de media hora en arreglarse para acudir a la recepción, algo raro en él; cepilló con mimo el mejor de sus trajes, un terno negro muy sobrio, aunque algo resobado, y con tanto o mayor cuidado se peinó los rizos ante un trozo de espejo que aún le quedaba sano en una pared».

Después pediría un caballo prestado y una silla de montar a un granjero holandés y partiría con el corazón alegre rumbo a la casa de su amada. El autor lo describe en forma caricaturesca: el despreocupado boceto de un ser humano:

«Ichabod componía una figura idónea para semejante montura. Montaba con estribos cortos, por lo que llevaba las rodillas a la altura de la silla; sus codos, visto desde atrás, parecían las patas de un saltamontes por lo mucho que los sacaba; llevaba la fusta en perpendicular, como si fuera un cetro; al trotar el caballo, en fin, sus brazos parecían las alas abiertas de un pájaro…».

Al caer de la noche llegó el maestro a la espléndida casa del acaudalado granjero, que el autor describe con su acostumbrado lujo de detalles. Había gente por montones, toda la gente del pueblo, y había comida y bebida para alimentar a un regimiento.

La música no podía faltar, por supuesto, y el maestro Ichabod se lució en grande:

«Era su pareja de baile, por cierto, la dueña de su corazón, la hija del buen Van Tassel, y respondía con sonrisas a los guiños de ojos y otras morisquetas que él le hacía mientras se daba sin freno a las más diversas e imposibles contorsiones; a Brom, espectador impaciente de todo aquello, le hervían los huesos de rabia en el puchero de los rencores, mientras tanto; sentado en una esquina, ahora solo, sin nadie que le diera conversación ni le riese cualquier gracia, o lo alentara a una bravuconada, o a una apuesta, se mordía los puños por culpa de los celos».

Después algunos de los invitados, entre los que no podía faltar Ichabod, se reunieron a contar cuentos de gloriosas hazañas guerreras y de las acostumbradas historias de aparecidos y desaparecidos, sin olvidar al «jinete decapitado de Sleepy Hollow».

Decían que «se había visto de nuevo, muy recientemente, recorriendo la comarca tan a menudo como en sus mejores tiempos, amarrando su caballo, cada noche, en cualquiera de las tumbas del camposanto de la iglesia del pueblo».

Más tarde, y con los nervios de punta, emprendería Ichabod el accidentado camino de regreso, sin sospechar que la rabia que había hecho pasar a Brom Van Brunt tendría consecuencias aterradoras.
«Todas las historias de aparecidos, de muertos y de fantasmas, que había oído contar aquella noche, comenzaron a agitarse entonces en su cabeza, cual si se le hubiera metido un torbellino en ella…».

Tanto el jinete como la montura se sentían cada vez más inquietos. La noche y la cabeza de Ichabod estaban llenas de espanto y por igual el caballo, el viejo pólvora. De repente se toparon con una sombra. La sombra de un jinete corpulento que llevaba su cabeza bajo un brazo:

«Mil escalofríos, como latigazos, sacudieron de arriba abajo el cuerpo de Ichabod, empavorecido».
Lo que sucede ahora en el relato es el inicio de una de las carreras más trepidantes y alucinantes y celebradas de la literatura usamericana, la de un supuesto jinete sin cabeza y el horrorizado maestro Ichabod Crane, la de innumerables lectores que la han sufrido y gozado a través de los años:

«No pudo pensar nada, ni considerar por más tiempo su situación; comenzó a pegar a su caballo con manos y pies… Pólvora, al menos, obedeció esta vez, lanzándose a galope tendido… Pero fue en vano, porque de inmediato tuvo de nuevo a su altura al jinete sin cabeza; galopaban en una enloquecida carrera, sacando chispas de las piedras los cascos de sus caballos; inclinado sobre el cuello de su penco, Ichabod sentía que su traje flotaba en el aire, lo que le complacía pues le daba la sensación de que podría dejar atrás al fantasma… Pero llegaron juntos hasta el cruce de caminos en el que se tomaba el que conducía hasta Sleepy Hollow».

Llegaron finalmente en la alocada carrera a un lugar que le infundió esperanzas al aterrado Ichabod. Parecía que todo estaba por terminar, que se libraría por fin del fatídico jinete:

«Un claro entre los árboles le hizo cobrar mayor confianza, sin embargo, y ansió embocar el puente que conducía a la iglesia cuanto antes, ya que era aquel el camino que había tomado inopinadamente su caballo. La luz de la luna, que caía trémula sobre las aguas, le hizo saber que no erraba en sus pronósticos. Vio casi acto seguido el encalado de la iglesia, que refulgía en la oscuridad a través de los árboles».

Lo peor, sin embargo, no había pasado todavía a pesar de lo que creía Ichabod ingenuamente:
«Si llego en cabeza al puente estaré a salvo», pensó; y justo en ese momento oyó a sus espaldas el resoplido del caballo del fantasma, un caballo igualmente fantasmagórico, que casi le quemaba; volvió a fustigar al viejo Pólvora y cruzó en cabeza el puente, levantando un estrépito de tablas bajo su galope. Ya del otro lado, no pudo evitar volverse con la esperanza de que, al igual que en el relato del fanfarrón, y cual parecía norma en los fantasmas, se hubiera hecho una llamarada de fuego su perseguidor, esfumándose de inmediato… Pero lo que vio, empero, fue mucho más aterrador; se irguió el jinete en su montura sobre los estribos, tomó su cabeza con una mano y la lanzó con fuerza hacia Ichabod, que no pudo esquivar tan espantoso proyectil… La cabeza del fantasma se estrelló contra la suya con un sonido de piedras que se entrechocaran… Cayó a tierra; Pólvora, el jinete decapitado y su caballo negro pasaron por encima de aquel cuerpo yaciente como una simple brisa».

Después no volvió a saberse nada de Ichabod Crane:
«Encontraron sus huellas, y a un lado del camino, aunque enterrada casi por completo en el suelo arenoso y un tanto destrozada, hallaron también la silla de montar del viejo holandés. Las huellas conducían hasta el puente; desde allí vieron flotar el sombrero del infortunado Ichabod en la parte donde las aguas eran más negras y profundas; no muy lejos, cerca de la orilla, vieron también una calabaza partida».

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