Goodman Brown nunca sabría si lo que sucedió en el bosque esa noche fue algo que había vivido o soñado. El hecho fue que pareció enloquecer de repente y empezó a correr a gran velocidad y a vociferar como un poseso:
«—¡Ja, ja, ja! —rugía Goodman Brown mientras el viento le hacía burla—. Veremos quién ríe el último. ¡No creas que vas a asustarme con tus satánicas argucias! ¡Venid brujos, venid brujas, venid hechiceros indios, y que venga el diablo en persona! ¡Aquí llega Goodman Brown! ¡Podéis temerle tanto como él os teme a vosotros!»
Llegó al poco tiempo, después de haber recobrado la calma, a un claro donde se reunía «una numerosa congregación»:
«—He aquí una asamblea tan circunspecta como sombría en su indumentaria —articuló para sus adentros Goodman Brown.
»Y en verdad lo era. Entre ellos, oscilando una y otra vez entre la luz y las tinieblas, se veían rostros que serían vistos al día siguiente en el consejo de gobierno de la provincia y otros que, domingo tras domingo, miraban devotamente al cielo y con benevolencia a los bancos de los fieles, desde los más venerables púlpitos de la comarca.
»El estruendo de un himno pecaminoso se esparció entonces por el bosque con un compás lento y lastimero, de esos que tanto gustan a las personas piadosas, pero sus palabras expresaban todo lo que nuestra naturaleza pueda concebir de pecaminoso y, misteriosamente, insinuaban algo peor. Insondables son para los simples mortales los arcanos del maligno».
Luego alrededor del fuego que circundaba una roca «se hizo visible una figura».
«—Traed a los conversos —gritó una voz que repercutió en el campo y se perdió en la maleza.
»Al oír estas palabras, Goodman Brown salió de entre las sombras de los árboles y se acercó a la congregación, con la que se sentía repugnantemente hermanado por todo cuanto de perverso había en su corazón. Hubiera jurado que no era sino su propio padre aquella figura que le observaba desde una voluta de humo haciéndole señas para que avanzara, mientras que una mujer, con difusos rasgos de desesperación, levantaba la mano para detenerlo. ¿Sería su madre? Pero no tuvo fuerzas para dar un solo paso atrás, ni para resistirse tan siquiera con la mente, cuando el pastor y aquel bondadoso anciano, el diácono Gookin, le cogieron por los brazos y le condujeron a la roca en llamas. Hacia el mismo lugar se dirigía la esbelta figura de una mujer, cubierta por un velo y flanqueada por Goody Cloyse, aquella piadosa catequista, y Martha Carrier, a quien el diablo había prometido ser reina del infierno. Ella sí que era una verdadera bruja. Así fueron llevados los dos prosélitos bajo el dosel de fuego.
»—Bienvenidos hijos míos —dijo la tenebrosa figura—, a la comunión de los de vuestra estirpe. Os habéis encontrado muy jóvenes con vuestra naturaleza y vuestro destino. ¡Hijos míos, mirad a vuestra espalda!
«Se dieron la vuelta y, como proyectados, por así decirlo, en una sábana de fuego, vieron a los adoradores del diablo. Todos los rostros se iluminaron con una siniestra sonrisa de bienvenida. Ahora ya estáis desengañados. El mal es la verdadera naturaleza del hombre. Sólo en el mal encontraréis la felicidad. Una vez más, bienvenidos hijos míos a la comunión de los de vuestra estirpe».
Los únicos que ahora parecían resistirse a las palabras del maligno eran el joven Goodman Brown y su joven esposa Fe, pero en este punto todo parecía indicar que estaban a punto de sucumbir, sin embargo en el último momento Goodman Brown sacó valor y fuerzas:
«—¡Fe! ¡Fe!, —gritó el marido—, ¡mira arriba, hacia el cielo, y resiste al Maligno!
»Si Fe le obedeció o no es cosa que nunca llegó a saber. Apenas había hablado cuando se encontró en medio de la tranquila y solitaria noche, escuchando el rugir del viento que se adentraba en la floresta. Se agarró tambaleándose a la roca, sintiéndola fría y húmeda, mientras que una rama, hace unos instantes en llamas, le salpicaba ahora las mejillas con su gélido rocío.
»¿Se habría dormido en el bosque y sólo fue una pesadilla aquel aquelarre?»
Más importante aún es preguntarse si «El Joven Goodman Brown» es un simple relato siniestro para aleccionar a los fieles de acuerdo con el modelo de educación puritana calvinista o es es todo lo contrario: un aberrante muestrario de la más retorcida forma de pensar. De la hipocresía social.
Los escritos de Hawthorne no son necesariamente lo que parecen, están plagados de símbolos y alegorías, significados ambiguos y trampas literarias. Hay muchos que opinan que en el «Joven Goodman Brown» y en gran parte de su obra en general, Hathowne desafía las creencias y las pone al desnudo, obliga a los lectores a examinar su conciencia, a realizar un análisis crítico. Quizás, en el fondo, lo que hace Hawthorne, de la única manera en que podía hacerse en esa época, es poner en tela de juicio la moralidad de una sociedad tan herméticamente cerrada como la puritana. Cuestiona, sin duda, con la voz el diablo, la mojigatería, las buenas conciencias que rigen las normas de conducta social y sobre todo la hipocresía:
«Aquí, prosiguió la negra silueta, están todos aquellos a quienes habéis respetado desde que erais niños. Los creíais más virtuosos que vosotros mismos y os avergonzabais de vuestros pecados cuando os comparabais con sus vidas rectas y entregadas a la oración y a la búsqueda del cielo. Sin embargo, aquí están todos, en mi asamblea de adoradores. Esta noche podréis conocer sus actos secretos. Sabréis cómo los venerables sacerdotes de la iglesia, de blancas barbas, susurraban palabras lascivas a las jóvenes doncellas que servían en sus casas; cómo muchas mujeres, ansiando vestir las galas de luto, han dado a sus maridos, antes de acostarse, la pócima que entre sus brazos les conduciría a su último sueño; cómo algunos jóvenes imberbes se han apresurado a heredar antes de tiempo las riquezas de sus padres. Y cómo hermosas damiselas —no os ruboricéis, dulces criaturas— han cavado diminutas tumbas en su jardín, y sólo a mí han invitado al funeral de ese niño recién nacido».