Durante el tiempo que duraron sus estudios en los Estados Unidos, el bestezuelo disponía de un rancho para pasar los días que se le antojaban en Leavenworth, se alojaba algunos fines de semana en el Ambassador Hotel de Kansas, tenía a su disposición el Yate Angelita en el puerto de New Orleans y algún lujoso escondrijo en Hollywood. De hecho viajaba con frecuencia y se desplazaba continuamente en avión y en tren de un lugar a otro. Solo para estudiar y para asistir a clases le faltaba tiempo, pero eso no le quitaba el sueño. Probablemente pensaba que era un estudiante honoris causa, que lo habían invitado a estudiar por deferencia, como una muestra de respeto y cortesía hacia él y su padre y que al final le darían un pomposo título y las más altas calificaciones.
Grande fue su sorpresa cuando las autoridades de Fort Leavenworth le comunicaron gravemente que no había cumplido los mínimos requisitos, que no había completado el curso y que en lugar de un diploma recibiría un miserable certificado de asistencia, que más bien era de inasistencia. El engreído bestezuelo no lo podía creer. Semejante despropósito era poco más que un insulto, era una afrenta, una falta de respeto a su alta investidura y sobre todo a la de su padre.
La reacción de la bestia fue semejante a la del bestezuelo. Sintió una profunda rabia, el orgullo herido, casi sangrante, el más hondo sentimiento de humillación. ¿Cómo se les ocurría a los miserables gringos hacerles eso a él y a su hijo? Alguien tendría que responder por eso y respondería.
Lo primero en lo que pensó para desagraviar al agraviado y para desagraviarse a sí mismo fue ascender a Ramfis al más alto rango que se pudo imaginar, el de jefe de estado mayor y comandante conjunto de las fuerzas de aire, mar y tierra. Pero la cosa no terminó ahí. Trujillo tomaría muy serias represalias. Haría sentir al imperio en su más alto nivel su ira y su despecho.
Trujillo se quejó, en efecto, de que la Escuela de Comando y Estado Mayor del Ejército en Fort Leavenworth, Kansas, había sido pervertida con fines políticos y declaró que sus títulos y diplomas carecían de valor. También se ordenó de inmediato a una treintena de cadetes y oficiales que estaban tomando cursos en academias militares de Estados Unidos que interrumpieran los estudios y regresaran de inmediato al país.
Para peor, Trujillo declaró que la política de buena vecindad que habían proclamado Roosevelt y Hull podía considerarse muerta y no tenía esperanzas de resurrección.
Más adelante el congreso dominicano aprobó una resolución en la que se requería al gobierno de los Estados Unidos dar por terminado el tratado de asistencia militar.
La cosa iba en serio, muy en serio, Trujillo pretendía aleccionar al prepotente imperio, darle un ejemplo, golpear en las partes más sensibles.
La más drástica de todas las medidas que se tomaron para castigar el inadecuado comportamiento de los odiosos y desconsiderados vecinos fue la inasistencia de la delegación de la República Dominicana a la asamblea general de las Naciones Unidas que tuvo lugar el mes de agosto de 1957. No fue una evento cualquiera. El presidente de los Estados Unidos, general Dwight D. Eisenhower, se dirigiría y se dirigió a la asamblea, pero la delegación dominicana no estaba presente. Quizás nadie notó ni le dio importancia al vacío, quizás fue insignificante. Lo cierto es que la delegación dominicana estaba —como dice Crassweller— notoriamente ausente. Fue un desdén por parte de la bestia, fue un desaire. La bestia había propinado lo que le parecería sin duda una merecida bofetada sin mano.
Ramfis Trujillo, por otra parte, había recogido sus bártulos y se había ido para siempre de Fort Leavenworth y de Kansas City con la frente en alto y el rabo entre las piernas. Pero no se iría de los Estados a unidos sin despedirse de Hollywood. Se iría en grande, por supuesto, como había venido, con un aparatoso equipaje y un numeroso séquito, en un tren privado. En Hollywood estuvo unos días de fiesta o jolgorio, de bacanal en bacanal. Después partió con sus compañeros de juerga hacia New Orleans, de donde volvería de nuevo a Hollywood, a Los Ángeles. Al parecer había dado instrucciones con anterioridad para que el Angelita se trasladase hacia esa ciudad, desde donde partiría el viaje triunfal de regreso, bajaría por la costa estadounidense y mexicana del Pacífico y atravesaría el canal de Panamá. El Angelita era un palacio flotante que ofrecía todos los lujos y comodidades para un viaje placentero, un ambiente propicio para celebración de bacanales donde Ramfis se sentía especialmente a gusto.
Hay que imaginar que lo que hicieron Ramfis y sus compañeros de fortuna durante el largo viaje de regreso fue beber y comer, quizás drogarse, entregarse a los placeres de la carne, entregarse a todos los excesos, a las fiestas más salvajes…De modo que cuando llegaron al puerto de Ciudad Trujillo estaban hechos polvo.
La bestia había ido a recibir a su hijo, al recién nombrado Jefe de aire, mar y tierra de la República Dominicana. Probablemente esperaba verlo con su flamante uniforme en la cubierta de la nave, vestido impecablemente junto a sus conmilitones, haciendo respetuosamente el saludo, honrando el cargo que ostentaba.
Tenía el corazón en la boca, —según lo que dice Crassweller—, estaba en un estado de euforia, estaba ansioso, deseoso de abrazar a su hijo por tantos meses ausente. Tenía, —como dice Crassweller— todo su posesivo amor concentrado en una gran momento de expectación…Un momentos que ni él ni sus acompañantes olvidarían.
El hijo, sin embargo, no aparecía por ninguna parte y muy pronto la bestia se llevaría una decepción. Quizás la peor de todas.
Al cabo de un rato Trujillo subió al yate y se dirigió por la cubierta hacia el comedor, entró —como dice Crassweller— abruptamente y allí lo encontró al bestezuelo, junto a su inservible camarilla, en un estado piadoso. Nadie se movió, nadie se puso de pie ni en posición de atención como hubiera sido necesario y prudente en presencia de Trujillo. Nadie allí entendía lo que estaba pasando, estaban durmiendo profundamente la borrachera o aturdidos todavía por la resaca.
El jefe de Estado Mayor y comandante conjunto de las fuerzas de aire, mar y tierra parecía un muerto vivo. Tenía en el rostro las huellas de muchos días y muchas noches de juerga, de incontenida bebentina, la penosa evidencia del excesivo deterioro físico. Estaba seguramente sucio, olía mal, tenía una barba de varios días. Estaría sumido en el abismo de una borrachera sin fondo.
Trujillo se veía desencantado, apesadumbrado, avergonzado, adolorido. Paseaba la vista en derredor, contemplaba la patética escena, pensaría —como dice Crassweller— en todo lo que representaba para el presente y el futuro.
Alguien le trajo una copa, un vaso de Carlos I, su licor favorito. Trujillo volvió a contemplar el desolador espectáculo y a continuación haría un brindis. Brindó la bestia por el trabajo, que es lo único que dignifica a la humanidad y la acerca a Dios. Un brindis en un mar de alcohol, en medio de los estragos de una borrachera. Un brindis con voz temblorosa (y como siempre chillona) por el trabajo que dignifica y acerca a Dios.
Un extraño brindis, unas palabras que sonaron ajenas, completamente impropias en boca de Trujillo y que ninguno de los borrachos y quizás ni siquiera Trujillo entendieron.