La artista del pincel, que entró al túne del final de su vida en 1999, sigue regresando por las ventanas de sus cuadros
Cada tarde se lo pasaba lloviendo desde unas nubes oscuras y más grises que las de Londres. Y justamente doña Beatriz leía : “…-¡Otra vez!- exclamaba desesperado- ¡Otra vez va a llover! ¡Cada día lluvia, cada día, como adrede! (…) qué vida la nuestra. (…) Por un lado un público ignorante, salvaje. Ya puedes darle la mejor opereta, el espectáculo más vistoso, los cupletistas más espléndidos,y él ¿cómo te lo agradece? ¿Entiende algo de todo esto? ¡Lo que quiere son barracas de feria! ¡Ordinarieces, eso hay que darle! Y, por otro lado, mire qué tiempo…”
Doña Beatriz se sobaba los nueve meses de embarazo y pensaba en el párrafo de “El Ángel” de Chéjov como si pensara en el futuro de su criatura. ¿Necesitará el arte de Clara explicación?
-El arte no se explica- pensó, como lo había leido tantas veces.
Ni Bienvenido, su marido, ni ella, sabían, el día que nació Clarita, en aquel año lluvioso, incierto por la salida de las tropas de ocupación y las elecciones, lo que haría su hija en su vida.
La Fortaleza San Luis bullía de tropas que iban y venían.
Cuando ganó Horacio todo Santiago se tiró a las calles a celebrar, unido en un solo grito, entre charcos y un lodazal revuelto entre patas de caballos, burros y mulas. Ese grito ahogaba el que dio Clara al nacer sin tener la más remota idea de lo que ocurría en aquel pueblo.
La niña creció en ese mismo Santiago dominado por la oscuridad y el humo de tabaco que se levantaba en señales, en tiempos de Ercilia Pepín cuando encendía su voz como si fuera el eco de Hostos.
En sus cuadernos de escuela dibujaba más que lo que anotaba de sus maestros… unos garabatos que cobraban forma de burros aguateros con cabeza de gallos y palomas con pico de Luna Nueva.
-Esta niña es una artista- sentenció la Sra. Christian en un alemán que se le desvanecía a fuerza de oír marchantas, vecinas chismosas, vendedores… en un cibaeño que la acompañó toda su vida y la descubría como “campesina dei Cibao”, en donde quiera que iba.
La primera visita que hizo doña Beatriz Christian, en coche, fue a parar al final de la calle Unión, donde la orientaron para encontrar el estudio de Yoryi.
-Mire doña, esa ecuela ej una casa grande de madera, de do piso, ahí frente ai paique, donde harán un retaurante chino… Ei pe dorado. Le dijeron en la casita de Teodoro Gómez en un tono adivinador.
Con Yoryi aprendió a mezclar colores y a robarle imágenes de lavadoras del río Yaque que se fueron acumulando “pa’ cuando llegue el momento”.
El momento llegó, pero no para volar y a Clara se la llevaron pá La Capital y así dejó atrás ese campo con luz dominado por calieses a la caza de cualquier vestigio del “viejo Horacio” para aplicarle la misma atrocidad que a Martínez Reyna y al profesor Andrecito Perozo.
La Capital tenía aspecto de fotografía de Conrado con sus automóviles escasos envuelta en una aureola blanca y negra, con unos habitantes serios, asustados, vestidos como si fueran a una fiesta de Benny Moré y, con una Escuela de Bellas Artes recién inaugurada, al lado de la Iglesia Las Mercedes, desde donde se bendecía a los alumnos para que no cayeran en la tentación de ser conspiradores.
Allí llegó Clarita luciendo su belleza de reina mulata, la que cautivó a don José Gausachs, que le enseñó todo lo que sabía y hasta lo que desconocía. Rafael Díaz Niese los miraba de reojo con sus propios ojos de pavo cagón, pero no se metió en esa relación normal de maestro y alumno. Sin embargo le recomendó a Hausdorf. Don José solo hablaba catalán pero Clara lo entendía perfectamente cuando el profe le contaba su huida del régimen franquista que fusiló a media España.
Ciudad Trujillo, que no tenía ni malecón, ni barrios superpoblados, iba practicamente desde Navarijo al muelle y desde el mar a la avenida Mella, salpicada de casuchas que se fueron nucleando y creciendo con la fuga de los campesinos de sus conucos, para formar los barrios imposibles de hoy.
Con su título fechado en 1948 y un ánimo de viajar por los mismos sueños de Brueghel El Viejo y El Joven, por los laberintos de la imaginación de Hieronymus Bosch, corrió desesperada como si fuera una pesadilla y llegó a un bosque encantado que se ampliaba por un lado desde el pincel de Remedios Varo y por el otro desde el de Leonor Carrington.
Clara, en su galería-estudio, nunca mezcló realidad con fantansía porque el arte es un mundo que queda del otro lado y cuyo camino solo conocen los artistas.
Flor de Oro, la de Rubirosa, su prima, la hija de Aminta Ledesma, hermana de su padre Bienvenido, se encaprichó con la pintura de Clara y se asociaron en su galería.
A la caída de Trujillo, Clara se fue a New York donde su inspiración encontró más sosiego para seguir pintando ciguapas con cara de lavadoras de Yoryi y peces del río Yaque. A las ciguapas las fue ahogando una por una, para borrar aquella huella que la seguía en cada tela que pintaba. Un día descubrió que todas las ciguapas se convirtieron en sirenas y que no solo nadaban en el río sino que imitaban al colibrí y revoloteaban de flor en flor. Si no me creen, pregúntenselo a Melany en el Museo de Utesa.
Clara Ledesma entró al túnel final de la vida por una puerta del tiempo que encontró entreabierta en Queen, Jamaica, en el 1999 por donde no se regresa ni reencarnado… solo por las ventanas que fueron sus cuadros.