A la memoria de Marcio Veloz Maggiolo,
vetusto celebrante de inextinguibles saberes…
En su disputa con la naturaleza, el salvaje intenta desnudar las razones que hacen depender la siembra de los caprichosos humores del tiempo. Penetra, así, en el designio de una oculta voluntad que decide el éxito o el descalabro de las cosechas; que regula, asimismo, los oscuros lazos reinantes entre la lluvia y las espigas, entre la luna y los terrones, entre el estiaje y los capullos. Con flechas lanzadas al sol, el prehistórico reclama la seducción de las aguas, el conjuro del viento y la claridad huidiza del sol. De tan borrosa ilusión de predominio, en aquellas alboradas inciertas, habrá de surgir el pensamiento mágico.
Por dos grandes caminos transita entonces la magia: (1) la idea de que lo semejante produce lo semejante, o que los efectos tienen parentesco con sus causas; y (2) la noción de que las cosas que una vez estuvieron en contacto se intervienen recíprocamente a distancia, después de haberse interrumpido todo roce. El primer principio es denominado por J. G. Frazer como ‘Ley de Semejanza’, y en él se origina la ‘Magia Homeopática’ o ‘Imitativa’. El segundo precepto es nombrado ‘Ley de Contacto’ o ‘Contagio’, y éste da origen a la ‘Magia Contaminante’ o ‘Contagiosa’.
El reino de la magia es la primera jornada del pensamiento humano. Se crean aquí encantamientos, conjuros, exorcismos, tabúes, supersticiones, representaciones y ceremoniales. El hombre pretende ampliar su señorío sobre la naturaleza. Cree en la existencia de un automatismo inconsciente, impersonal, que rige el mundo y sobre el cual es posible obtener ventajas mediante la aplicación, por los humanos, de esas mismas leyes. El mago de la tribu no ruega a ningún alto poder, no demanda favores ni se humilla ante ninguna deidad. Tan sólo aplica sus conocimientos al ámbito de los fenómenos naturales con el objeto de plegarlos a designios personales o colectivos.
El hechicero se enfrenta a la naturaleza, exactamente con el mismo concepto que nuestros modernos científicos, y, como ellos, intenta dominar las energías esenciales que mueven la vida en el universo y sobre la tierra. Elabora para estos fines todo un cuerpo de ceremonias y fórmulas, de impetraciones y sortilegios que se integran, hoy, al folklore de los pueblos, como supervivencias ancestrales de la antigua conciencia mágica.
Las prácticas mágicas se asemejan unas a otras en todos los pueblos de la tierra, aunque no haya existido comunicación alguna entre esos grupos humanos. Y es obvio que no puede ser de otro modo. El objetivo de la magia es siempre el mismo: obtener dominio sobre el tiempo y el orden de los fenómenos naturales. Las supersticiones y las creencias, por ello, no deben ser estudiadas como manifestaciones locales, aisladas, sino como las partes que integran un gran universo.
En su denodada lucha por vivir y ante los misterios que la magia no satisfacía; frente a la evidencia de sus limitaciones y en presencia de la oscura intuición de que el universo obedecía a una voluntad consciente, el pensamiento humano creó la religión. Como fórmula suprema, como respuesta fascinada o como recurso de eternidad. La formación del concepto religioso es posterior a la del concepto mágico. Con el correr del tiempo, no obstante, la magia ha tendido a volverse religiosa; y la religión, de su lado, sobreviene ocasionalmente mágica.
Oswald Spengler llama religión “a la conciencia vigilante de un ser vivo en los momentos en que vence, domina, niega y aún aniquila la existencia”. Para Miguel de Unamuno, la religión, la religiosidad (actitud individual), nace de la sed de eternidad, de la trágica congoja de ver cómo pasan las cosas y cómo se viene la muerte.
Magia y religiosidad señalaron, en los albores de la historia, las dos grandes rutas por las que habría de echarse a andar el pensamiento humano. Ningún camino distinto ha sido descubierto desde entonces. El sendero de la magia condujo al hombre a la inmutable prominencia que es ahora la ciencia; el camino de la religión, hasta la piedra invicta y ciega que representa hoy el dogma. De la fusión de magia y religión ha nacido la cultura, esto es: el arte, los mitos, los hábitos, las técnicas, la literatura…
En América todo es posible, dice la sabiduría popular. “Hechicería”, “Magia”, fueron algunas de las primeras palabras castellanas pronunciadas en el Nuevo Mundo. Los indios creían que las hierbas hablaban y que tenían un sexo. Los dahomeyanos, esclavos en las plantaciones de caña de las Antillas, consideraban que en el principio del mundo existía una deidad suprema doble, de cuya unión nacieron las distintas divinidades o vodús.
Iberoamérica es, todavía por mucho, un mundo en gestación, con “Babalaos” y “Obatalás” y “Yemanyás” que asoman sus torvos hocicos al rudo laberinto metropolitano. Habitamos un espacio intensamente mágico, con delirantes “toques de santos” y “fiestas de palos”, con azabaches y resguardos sigilosos, con sortilegios y expiaciones que nos devuelven al vacío primigenio: al caos inaugural de “Mawu-Lisa” y al territorio de “Changó”, Señor del Trueno.
De tal forma, no nos extrañemos. Habrá alguien por ahí, vivo y coleando (y muy probablemente con una página web en internet) que nos ofrecerá algunos “Vevés” (dibujos mágicos) y una que otra invocación a los espíritus de los “Marasa”, a San Nicolás, a San Cosme, a San Damián y a Santa Clara. Las instrucciones serían simples. Prepare las ofrendas: maíz tostado, manioc, batatas, arroz y miel. Luego excave un hueco frente a la puerta principal de la casa y ate a los animales del sacrificio: dos pares de gallinas o un par de palomas. Las ofrendas se entierran en el hueco. Rocíe el suelo con agua y ron. Silencio. El “Hougan”, hará algunas invocaciones a la Virgen María para el bienestar de la familia y de los niños. Esta ceremonia se llama “Mangé Pipi” o “Mangé Dha”. También pueden descubrirse instrucciones para curar el “mal de ojo” y las calenturas. ¿Quiere aún más?
¡Saraváh..!