“Soy marxista, de la tendencia Groucho”
ANÓNIMO (Grafito en París, mayo 1968)

Adam Smith escribió en 1776: “Cada individuo en particular pone todo su cuidado en buscar el medio más oportuno de emplear con mayor ventaja el capital de que puede disponer. Ninguno por lo general se propone primariamente promover el interés público, y acaso ni aun conoce cómo lo fomenta cuando no lo piensa fomentar. Cuando prefiere la industria doméstica a la extranjera sólo medita su propia seguridad; y cuando dirige la primera de modo que su producto sea del mayor valor que pueda, sólo piensa en su ganancia propia; pero en éste y en otros muchos casos es conducido como por una mano invisible a promover un fin que nunca tuvo parte en su intención”.

Nacido en 1723 en Kirkcaldy, un pequeño poblado escocés vecino de Edimburgo -amigo de Voltaire, de Hume, de Quesnay-, a Smith le fue dable redactar la crónica de su tiempo, donde explicaba la articulación del mercado en la sociedad inglesa de finales del siglo XVIII. Al referirse a la colectividad de hombres libres que antes había inspirado a John Locke, hablaba también de la nación que, a partir de 1750, produjo la más progresista y fructífera de las transformaciones pacíficas conocidas hasta ese instante por la humanidad: la Revolución Industrial Inglesa.

A mediados del siglo XVIII, Gran Bretaña inicia los cambios que deshacen el modelo económico de la sociedad feudal. El nuevo sistema produce un aumento espectacular en la producción y la productividad. El salto es grandioso: cambian las condiciones de trabajo y el aspecto de las ciudades, surgen nuevas maquinarias e inusitadas formas de pensamiento, cambian de curso los antiguos sistemas de valores y las costumbres tradicionales. Aquella sacudida trae, asimismo, una reorganización fundamental de las instituciones económicas a favor de renovadores y ‘entrepreneurs’, basada en la aparición de derechos de propiedad más seguros y eficaces. Ése, y no otro, es el escenario en que Adam Smith presenta su “Investigación de la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones”.

En esta indagatoria, el eminente tratadista escocés revela hallazgos culminantes: (I) la fuente de todo patrimonio es el trabajo, (II) la organización más afortunada de la economía se logra cuando el hombre actúa bajo el impulso de su interés personal, (III) la ley de la oferta y la demanda permite a las sociedades agruparse armoniosamente, y (IV) los gobiernos deben conceder libertad total a la iniciativa personal, puesto que el hombre, al perseguir su propio interés, realiza más efectivamente el logro de la sociedad.

Karl Marx (1818-1883).

La diferencia entre Adam Smith y Karl Marx es notoria e incontrovertible. El primero justamente interpretó, codificó e hizo la reseña de un mundo palpable y verosímil, donde la máquina de vapor y el ferrocarril brindaban certidumbre a una perspectiva de transformación y de progreso. Marx, a la inversa, de la pujante realidad que brotaba ante sus ojos, extrajo el mito de la autoliquidación: la fábula de que bastaba con poner patas arriba cuatro postulados hegelianos para guiar a la humanidad a las regiones de Utopía, al imaginario de una sociedad sin socios… a las exuberantes comarcas del Paraíso Perdido.

Adam Smith fue un observador, en tanto Karl Marx no hubo de ser sino un alucinado, esto es, alguien que no distingue lo que le rodea, ensimismado en sus lucubraciones quiméricas. Smith plasmó, digamos, un invulnerable reportaje socioeconómico; Marx, a lo sumo, formuló garabatos de ‘historical-fiction’ y de abstrusa economía política. Los frutos de la Revolución Industrial son imperecederos, y sobre ellos descansa el magno edificio del progreso contemporáneo. Las realidades ocultas que Adam Smith advirtiera en el comportamiento humano prevalecen todavía con flamante actualidad. En tanto sus lúcidas observaciones sobre el mercado —esa forma irreemplazable de inteligencia colectiva— aún sostienen el discurso económico de nuestro tiempo. Huelga señalar que las nociones de aquel ilustre escocés en torno a la libertad individual y el trabajo han moldeado, de igual manera, la doctrina de las naciones más robustas y florecientes del planeta.

El Adam Smith de “La riqueza de las naciones” está vivo, como liquidado está el Marx indescifrable, estridente y oscuro de “El Capital”. El ardor marxista sirvió a la humanidad tan sólo para acrecentar sus mártires, sus aflicciones, sus frustraciones y su indigencia. Los escuderos, los Sancho Panza de Marx (Stalin, Ceaucescu, Honecker, Mao, Chávez, los Castro, los Ortega…) alimentaron ríos de sangre y colmaron de tumbas sus particulares cementerios. En aras de una quimérica justicia, la utopía revolucionaria malogró la existencia de millones de individuos. No podemos olvidarlo: el misal subversivo expulsó de la realidad y de la vida (en griego, ‘Utopía’ quiere decir “ningún lugar”, el “lugar que no existe”) a millares de jóvenes latinoamericanos en los años 60 y 70. Don Miguel de Unamuno lo advirtió: “El marxismo es una religión; precisamente, una religión oriental”. Claro que sí: religión flagelante, inflexible, impersonal, totalitaria, sombría…

Las utopías emergen como delirios recurrentes de la humanidad. A cada revés, a cada inequidad, a cada misterio, una buena parte del intelecto humano impugna de igual manera: la vuelta al Edén perdido, la evasión y el retorno a la tibieza amniótica de un vientre social sin grupos, ni posesiones, ni conflictos.
Nuestro mundo no es precisamente la encarnación de un desvarío. Casi dos siglos y medio han transcurrido desde que Adam Smith difundiera sus observaciones, sus verdades tan llanas como indestructibles. El universo ritual y tenebroso en que se transformó la más grande quimera de nuestros días, aquel mundo trágico y absolutista, afortunadamente, desapareció casi por completo del espacio occidental. Excepción hecha de algunas cavernas latinoamericanas (Cuba, Venezuela, Nicaragua…), en las que amargos sainetes cotidianos recrudecen la desdicha de pueblos ávidos de un mejor destino.

Sin aspavientos, sin uniformes ni metralletas, sin exiliados ni ‘gulags’, las razones de Adam Smith se imponen a la luz del día. Se instalan en éste, sin duda el mejor: acaso el único de todos los mundos posibles.

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