Ese es el subtítulo que lleva el Plan País que recientemente dieron a conocer los partidos políticos, las iglesias, gremios, universidades en Venezuela y en el exterior, diversos sectores empresariales y laborales, expertos y economistas, que serviría como carta de ruta a seguir por el barco a la deriva, una vez el capitán Maduro y el principal oficial de cubierta Cabello, accedan a tomar un bote hacia alguna ensenada abierta a recibirlo y Guaidó asuma el control y la dirección de la embarcación.
La carta de ruta presentada es sensata. Conscientes de la magnitud de la crisis, sus autores evitan entrar en detalles que podrían generar serias preocupaciones en los venezolanos. Nadie quiera dar noticias malas o dramáticas en la víspera. Es entendible.
Cuando se lee el Plan, sin embargo, parecería que para lograr la estabilización desde el madurado caos macroeconómico sólo hay que tocar las puertas a los gobiernos de países desarrollados, las instituciones internacionales de financiamiento y ejecutar un “roadshow” de buena voluntad en el mercado global de capitales, para explicar el programa de estabilización que se fundamentaría en una “significativa expansión fiscal financiada con recursos externos, lo que permitirá eliminar el financiamiento monetario del déficit”, que ha provocado la hiperinflación. El Plan incluiría ¿promover? “un cronograma de ajuste de los precios de los combustibles y las tarifas de los servicios públicos, en el marco de los programas sociales de subsidios directos.” Adicionalmente, el restablecimiento de la autonomía del Banco Central, la sustitución del control de cambio por un régimen de libertad para transar moneda extranjera y el establecimiento de un tipo de cambio anclado (fijo) “respaldado con los recursos obtenidos en la estrategia de financiamiento internacional”. Los economistas estimaron a mediados del 2018 que Venezuela necesitaría financiamiento y donaciones ascendentes a US$80,000 millones por un período de 5 años.
Realmente desconozco si detrás del Plan existe o no un Ladrillo. Espero que si. Venezuela cuenta con economistas muy capaces dentro y fuera del país que conocen mejor que nadie la magnitud de la crisis, sus causas y consecuencias, y sin lugar a dudas, lo que hay que hacer para que uno de los países mejor dotados en recursos del planeta, se levante, camine y se convierta en una de las fuentes de crecimiento y prosperidad de la región.
El caos que dejó Allende en Chile es percata minuta frente a lo que va a dejar Maduro en Venezuela. Antes del golpe de septiembre 11 de 1973, la inflación anualizada en Chile era de 605%, rezagada a varios años luz del 2,500,000% que registró Venezuela en el 2018. El PIB en Chile había acumulado una caída de 6.9% en los años 1972-1973; en Venezuela, la caída acumulada en los años 2014-2018 ha sido de 47%. Mientras el ingreso per-cápita en Venezuela era de 11,542 dólares en el 2011, el año pasado colapsó a sólo 3,300, prácticamente la cuarta parte. El desempleo en Chile en 1973 rondada el 5%; en Venezuela alcanzó el 34%, cinco veces más que el registrado en el 2014. Y si el déficit fiscal de Allende de 24.7% del PIB en 1973 le parece alarmante, no sé como calificaría el promedio de 30.6% del PIB que registró el gobierno de Maduro en el período 2017-2018.
No se si a Guaidó le han explicado la profundidad y alcance de las drásticas medidas que tendría que adoptar su administración, una vez asuma la capitanía de la nave venezolana. Sobre todo, la relación inversa existente entre el tamaño del paquete de financiamiento y asistencia financiera externa y la intensidad y velocidad de las medidas a adoptar. Adicionalmente, la restricción implícita en el Plan en el sentido de que el ajuste no puede ejecutarse enmarcado en una gobernanza autoritaria. En otras palabras, el ajuste hay que hacerlo en democracia.
Alguien debería explicarle que él camina hacia una inevitable inmolación. El que tenga dudas solo tiene que “whatsappear” a Macri o a Macron, para que le cuenten lo fácil que se les ha hecho tomar algunas medidas, en democracia, para enfrentar sus muy ligeramente desbalanceadas economías. Si Venezuela tuviese ya garantizados y asegurados los 80 ó 90 mil millones de dólares o más que necesitaría en financiamiento y donaciones externas para suspender el financiamiento inflacionario del déficit fiscal que realiza el Banco Central, y restaurar gastos sociales y subsidios directos, el proceso de ajuste gradual que subyace en el Plan País, tendría posibilidades de sobrevivir las barreras y restricciones que impone la democracia. Los expertos y economistas que asesoran a Guaidó deberían, sin embargo, informarle al joven que sucedería a Maduro, que ese paquete no ha sido estructurado, mucho menos garantizado.
China y Rusia podrían contribuir únicamente reestructurando los vencimientos de la deuda de Venezuela con ambos países. Pero de ahí a que aporten recursos a la mesa de los 80 mil millones de dólares, no pasaría de ser un sueño en una noche de verano. El nuevo gobierno de seguro va a contar con millones de tuits de apoyo de real@DonaldTrump. Pero colocarle a Estados Unidos en la canasta de préstamos y donaciones 20 o 30 mil millones de dólares, conscientes todos de la total ausencia de colaboración bipartidista en Washington, no parecería sensato. ¿De donde vendría el financiamiento? Todo apunta a que el FMI, con el respaldo de los gobiernos de las principales economías del mundo, sería el llamado a encabezar el pelotón.
Eso fue lo que sucedió en Argentina. Primero los mercados de capitales le abrieron las puertas, con lo cual Macri inició un programa de ajuste y estabilización cargado de gradualismo. Cuando Macri asume la presidencia en diciembre del 2015, Argentina registraba una inflación cercana al 28%, la economía llevaba cuatro años prácticamente estancada, el desempleo rondaba el 8%, el déficit fiscal alcanzaba el 6% del PIB y la deuda pública el 55%. Un paraíso si lo contrastamos con la situación actual de Venezuela. No tomó mucho tiempo a los mercados de capitales descubrir el cariño excesivo que Macri parecía tenerle a la gradualidad, producto quizás de las restricciones que imponía el modelo de la democracia argentina, alimentado con data de derechos que representa el 99% de los insumos, y responsabilidades que apenas representan el 1%. Cuando a principios de mayo del 2018, la revista Forbes publicó un artículo titulado “It May Be Time To Get Out of Argentina”, el esquema gradualista de Macri colapsó. El FMI, con el apoyo de Estados Unidos, estructuró un paquete financiero de US$50,000 millones, para ser desembolsado gradualmente, en la medida en que las metas de un programa de ajuste más acelerado se fuesen cumpliendo.
Luego de la experiencia reciente con Argentina y consciente de que la magnitud de los desequilibrios de la economía venezolana es, en promedio, cinco veces mayor que la heredada por Macri, el FMI no va aceptar propuestas gradualistas para hacer frente al caos macroeconómico más grande de toda la historia latinoamericana. En consecuencia, los autores del Plan País deben elaborar varios escenarios, incluyendo uno que acelere considerablemente el desmantelamiento de los precios mentirosos que prevalecen en Venezuela para los combustibles, la electricidad y los servicios públicos. Tocar las puertas del FMI para “promover un cronograma de ajuste de los precios de los combustibles y las tarifas de los servicios públicos, en el marco de los programas sociales de subsidios directos”, no constituye una tarjeta de presentación lo suficientemente seria y creíble dada la magnitud de la crisis. El futuro equipo económico no debería pretender que el financiamiento inflacionario del déficit sea sustituido en su totalidad con préstamos externos. Más aún, si la economía, debido al colapso del PIB en el 2014-2018, ha llevado la relación deuda pública/PIB a 159%.
Reconozco que es un reto enorme convencer a un pueblo que ha sufrido los efectos de la devastación económica producida por el chavismo-madurismo, de que para reconstruir la economía y crear las condiciones para el retorno del crecimiento del ingreso y el empleo, es necesario un grado adicional de sufrimiento, el que inducirían los fuertes ajustes de los precios de los combustibles, la electricidad y otros servicios públicos. Hay que explicar que el impuesto inflacionario sólo puede bajar si los ingresos públicos derivados de los impuestos y los precios de bienes y servicios provistos por el Estado suben. No es posible que la eliminación del impuesto inflacionario se consiga con financiamiento externo, es decir, con el ahorro acumulado en el exterior.
El principal reto, sin embargo, no es ese. Una vez el chavismo-madurismo sea desplazado del poder, sus seguidores, pocos o muchos, pasarán a la oposición. Cuando el nuevo gobierno comience a adoptar medidas necesarias y dolorosas, no puede descartarse la aparición de cientos de miles de chalecos rojos protestando en las calles de Caracas y demás centros urbanos de Venezuela. Los Chicago-boys en Chile no tenían que preocuparse con esa eventualidad. Sabían que el General garantizaba el control y el orden en las calles. El nuevo gobierno que surja en Venezuela necesitará controlar las protestas previsibles de los chalecos rojos. Ese control sólo podrían garantizarlo los militares. No parece existir un mejor y más oportuno quid pro quo por la inmunidad para los militares que la real-politik requiere para dar inicio a la reconstrucción de Venezuela. Inmunidad a cambio de orden público.