El muy lamentable hecho de que el nuevo año 2020 haya comenzado en la República Dominicana con un inesperado balance de feminicidios a manos de sus parejas, y el subsiguiente suicidio de esas parejas, ha reavivado un viejo debate sobre causas y consecuencias sociales de algunas conductas primitivas que hibernan en la cadena genética de un ser humano que, aunque es considerado racional, por tener capacidad para desarrollar el razonamiento y el pensamiento lógico, no deja de ser un animal evolucionado que usa cualquier pretexto circunstancial para despertar el instinto animal que le lleva a atacar para destruir o dañar.
Cada día es más evidente, en las redes sociales y en las conversaciones y discusiones de la gente, el crecimiento exponencial de la irritabilidad y la agresividad que caracterizan a una sociedad donde la capacidad para insultar, agredir, dañar y destruir a los demás, crece de manera silvestre en un campo abierto donde no solamente se disfruta ver a otro ser humano sufrir hasta morir, sino que muchas veces bajamos de las graderías del circo romano desde donde disfrutábamos las muertes de gladiadores, y entramos a la arena central para convertirnos en gladiadores protagonistas mediáticos de las causas del máximo sufrimiento provocado a cualquier otro ser humano.
Pero aunque esa conducta humana no es nueva, pues basta leer las historias de las primeras guerras donde el principal objetivo era matar para tomar territorios y propiedades ajenas, y luego organizar fiestas para celebrar todo el gran daño provocado al eliminar a millares de seres humanos; o basta leer el evangelio de Mateo para ver que aunque el gobernador Pilato hizo todo lo posible para salvar a Jesús de una inmerecida crucifixión, la multitud enardecida pedía a gritos: “crucifícalo, crucifícalo”, aún a sabiendas de que, como bien argumentaba Pilato: “este hombre es inocente”, pero más allá de la inocencia conocida y comprobada, esa solicitud de crucifixión serviría como demostración, y posterior razón de celebración, de la capacidad para hacer daño a un ser humano cuyo único pecado era predicar la bondad y la hermandad como ruta hacia la eternidad.
Hoy, cuando la gente hiere y mata por una rayadura a su auto, o por un parqueo, o por una deuda de cien pesos, o para robar un celular, o por un celo irracional, el debate ha tocado un cauce de aguas ácidas y ha llevado la exposición hasta la confrontación de diferentes criterios de expertos en la conducta humana, y no expertos, donde políticos, periodistas y comunicadores han querido estar presentes para validar sus puntos de vista, y donde de un lado se hace énfasis en que la recurrente y exagerada exposición mediática de cada feminicidio multiplica la recurrencia de casos por las ansias de muchos seres humanos de buscar notoriedad aunque sea pagando con su propia vida frente a la sociedad, tal y como muchas veces lo explicaba uno de los principales académicos estudiosos de la conducta humana, el eminente psiquiatra Dr. Nelson Moreno Ceballos, quien durante sus 6 años como presidente de nuestra Academia de Ciencias repetía, una y otra vez, que “hay personas que disfrutan tanto el protagonismo, que cuando ven un funeral bonito quieren ocupar el lugar del muerto”; mientras, del otro lado, están los defensores de la exposición mediática extendida de cada feminicidio como garantía de la libertad de prensa y de los derechos de la mujer afectada.
Y es ahí, en medio del dolor colectivo, donde algunos políticos ya comienzan a ver un escenario ideal para hacer campaña electoral y ofertar solucionar un ancestral problema conductual que ninguna generación y ninguna legislación han podido solucionar en más de 4 mil años de civilización, escuchando hoy a candidatos que ofertan “usar mano dura para combatir feminicidios”, mientras otros candidatos responsabilizan a las autoridades y ofertan “fortalecer el sistema de justicia como forma de revertir los feminicidios”, olvidando que la imposición legal de la pena capital no pudo frenar la maldad y la criminalidad que se expandían en los Estados Unidos de América, país donde hoy día cualquier persona, de cualquier edad, tiene armas de fuego para matar y dañar a quienes se agrupen en cualquier lugar, y sobre ese daño adquirir fama en una sociedad donde cualquier tipo de fama, hasta la mala fama, es bienvenida.
Pretender frenar feminicidios con mano dura, con leyes duras, con cambios en el sistema de justicia, o con sobreexposición de la información en medios de comunicación, es pretender producir lluvias en el desierto mediante la construcción de aljibes, pues cuando un cerebro humano ha fraguado disfrutando el hacer daño, nada, ni nadie, cambia el disfrute mayor que ese cerebro deformado experimenta al provocar dolor, aunque luego de esa terrible acción deba entregar su vida en compensación, pero entendiendo que ambos hechos, simultáneos, constituyen su propia yihad que le garantiza fama hasta la eternidad al protagonizar algún espacio principal de la prensa nacional.
Si queremos reducir los feminicidios, y sus daños a la sociedad, comencemos educando a nuestros niños en el respeto a la vida, hasta que cada cerebro fragüe asumiendo esa obligatoriedad.