Desde que ha dejado la cárcel, a Joe Ligon le han preguntado varias veces si tenía miedo de salir y aterrizar en un mundo que solo conocía por televisión, pero él no lo entiende: “¿Por qué? No tenía miedo, no señora, no tenía miedo, estoy muy feliz de haber llegado vivo a este momento”.
Entró en prisión en 1953, cuando tenía 15 años, Dwight D. Eisenhower era presidente de Estados Unidos y un chico negro como él no podía estudiar en la misma escuela que los blancos. No era su caso, entonces no sabía leer ni escribir porque apenas había pisado el colegio.
Salió a la calle el pasado 11 de febrero, 68 años después, a los 83. Era el preso más viejo del país sentenciado a cadena perpetua siendo menor. Lo que más le sorprendió no fue ni el teléfono móvil, ni el ruido, ni la gente, sino los altos edificios de Filadelfia.
“Nada de esto estaba cuando entré en la cárcel, impresiona mucho…”, decía el miércoles mirando a través de la ventana de la oficina de su abogado, en el centro de la ciudad. Ahora tiene 84 años y es un hombre larguirucho de brazos fuertes, con bíceps muy marcados, y una mezcla de paz y tristeza en la cara.
Puede contar los primeros años de su vida de forma preciosista, hasta la misma noche que lo detuvieron, también las anécdotas de tal o cual preso, allá por los sesenta, los ochenta, los noventa… Durante toda esa vida que ha vivido fuera del sistema.
Luego vacila sobre lo más reciente, los detalles de su proceso, y apenas recuerda nada de su juicio. Duró un solo día, el 9 de junio de 1953, y tan solo tomó la palabra para declararse culpable. Ligon fue condenado a cadena perpetua por participar en una serie de agresiones y robos una noche en Filadelfia que dejaron varios heridos y dos hombres muertos.
Él había llegado a la ciudad dos años antes desde el viejo sur. Nació el 3 de mayo de 1937 en Alabama y se crio recogiendo algodón y ayudando a sus abuelos con el ganado. A los 13 años, cuando su familia se mudó a Pensilvania, empezó a ir al colegio, pero sin mucho éxito ni continuidad.
Aquel 20 de febrero, él y otros adolescentes, todos menores, se emborracharon y se pusieron a asaltar a gente por la ciudad. Joe admite que atacó a personas, pero asegura que no mató a nadie, aunque en el juicio se declaró culpable. Cuatro de los cinco fueron juzgados a la vez y condenados por asesinato. Cumplió los 16 antes del juicio, pero ya estaba entre rejas.
Entonces empezó el resto de su vida. Entre rejas cumplió la mayoría de edad, se hizo mayor, luego viejo y le empezaron los primeros achaques. Aprendió a leer y a escribir. Se hizo boxeador. Perdió a sus padres. Enfermó de cáncer. Se curó.
Pasó por seis cárceles, vio varias de ellas cerrar y una de ellas, la Eastern State, hasta convertirse en un museo. Desde la televisión, vivió el transcurso de la Historia: la guerra de Vietnam, la llegada del hombre a la Luna, los atentados del 11-S, el primer trasplante de corazón, la victoria de Donald Trump.
“Las noticias de las cinco [de la tarde] te llevaban de viaje por el mundo. No he estado en ningún lugar más que Alabama y Pensilvania, pero me ponía cada día delante de la tele y veía el mundo”, cuenta.
Su historia refleja la dureza de la justicia penal contra los criminales juveniles en EE UU, donde hasta 2005 ni siquiera estaban exentos de la pena de muerte. Aquel mismo año Joe Ligon conoció a Bradley Bridge, un abogado de la Asociación de Defensores de Filadelfia, que estudió su caso y fue a la cárcel a proponerle luchar por su liberación.
Hasta entonces, Ligon apenas conocía bien su propia situación y sus opciones. “En el juicio no tuvieron demasiado cuidado en demostrar que Ligon estaba con los chicos que mataron a dos hombres y él no es legalmente responsable de eso. En 1953 no prestaron la misma atención a eso que la que se prestaría hoy”, señala el abogado. De ser juzgado ahora “hubiese sido hallado culpable de agresión y tentativa de homicidio probablemente y hubiese recibido una condena de 5 a 10 años de cárcel”.